sábado, 17 de octubre de 2020

Boris Pasternak - Poemas de Yuri Zhivago (parte 3)

LA  BODA

Al cruzar el patio trasero                                     

iban a bailar los invitados

con el fuelle a la casa de la novia,

festejando hasta la madrugada.


En lo de dueños tras las puertas 

que forrados estaban de fieltro

hubo calma de una a siete,

no se oyeron las charlas sueltas.


Y al alba, en plena modorra, 

como para seguir durmiendo,

cantó otra vez el acordeón

que se iba del casamiento.


El acordeonista derramaba

estirando de nuevo el fuelle,

brillo de collares, el batir de palmas

y alegres ruidos y destellos.


Una y otra vez, y muy seguidos

sones de las coplas pueblerinas

saltan a la cama de los dormidos

directo desde los festines.

 

Una mujer, blanca como nieve

y con las caderas meneando,

acompañada con silbidos y jaleos

baila otra vez como flotando.


Mueve la cabeza al compás,

y el brazo derecho zarandea...

Con el aire de danza popular

se mece la mujer y se pavonea.

 

De pronto el fervor del juego vivaz,

y el ágil pataleo de la ronda,

se hunden como en el agua voraz,

se desvanecen en el fondo.


Ya despierta el patio ruidoso.

El eco de los negocios pendientes

se introduce en las conversaciones,

y en las carcajadas de la gente.


En la amplitud del cielo, en el aire,

en remolinos de manchas azuladas

vuelan palomas en bandadas,

dejan sus palomares abandonados.


Como si las mandaran a perseguir,

a los novios recién casados,

con los votos de una vida feliz,

enviando sus deseos obnubilados.


Porque la vida es sólo un instante,

es saber disolverse solamente

nosotros mismos en todos los demás,

como si nos regaláramos en presentes.


Es sólo la boda, que de abajo se empeña

llegar hasta el fondo de las ventanas...

Es sólo el canto, es sólo el sueño,

es sólo la paloma gris azulada.


EL OTOÑO

Dejé, que todos los míos se dispersen,

mis allegados se han ido hace tiempo,

y con la soledad acostumbrada

se llenan el corazón y la naturaleza.


Aquí estoy contigo en la garita,

en el bosque no hay gente, está desierto.

Como en la canción: las sendas y caminitos

de vegetación están todos recubiertos.


Ahora a nosotros solos, con tristeza,

nos miran las paredes de madera.

No prometimos franquear barreras,

nos destruiremos con franqueza.


Quedaremos sentados de la una hasta las tres,

yo con un libro, tú; con el bordado,

y no nos daremos cuenta al amanecer,

cuándo hemos dejado de besarnos.


Más opulentas y más despreocupadas,

que susurren las hojas, que se desmoronen,

y de la víspera la copa amargada

que rebase con la angustia de hoy.


¡El afecto, la atracción, el encanto!

¡Que los rumores de septiembre nos dispersen,

que te hundas en el murmullo de otoño!

¡Oh, que te quedes quieto, o que te enloquezcas!


Te liberas de tu ropa del mismo modo,

como el bosque de sus hojas se libera,

cuando en mi abrazo te abandonas,

vestida de bata con borlas de seda.


Tu eres el bien de un paso funesto,

cuando la vida es peor que ser enfermo,

el atrevimiento es la raíz de la belleza,

y esto nos atrae mutuamente.


EL CUENTO DE NIÑOS

Antaño, en aquellos tiempos,

en el país de la fantasía,

se abría paso el jinete

a través de los cardos se movía.


Se iba apurado a pelear

y en el polvo de la estepa

el oscuro bosque se levantaba

a lo lejos, en su encuentro.


Gimoteaba austero

el corazón, muy inoportuno:

que evites el abrevadero,

que ajustes la montura. 


No hizo caso el jinete,

y corría presuroso,

subía, a rienda suelta,

a la colina boscosa.


Rodeó el túmulo adverso,

cruzó el valle sin agua,

escarpó la pradera,

atravesó la montaña.


Y llegó a la quebrada,

por el boscoso sendero,

y de las bestias las pisadas

halló, en su abrevadero.


Y sordo al llamado

de su intuición, sin esperar, 

bajó al riacho con su caballo,

del monte, para abrevar.


Al lado del riacho – una cueva,

delante de la cueva – el vado.

Como del azufre el fuego

iluminaba la entrada.  


Y en el humo encarnado,

que tapaba la visión,

como de un eco alejado

se llenó el bosque de clamor.


Y entonces por el barranco,

directamente, sobresaltado,

al trote el jinete arranca

en dirección al llamado.


Y ve el jinete desde el zanjón,

apoyándose en su lanza,

la cabeza del dragón,

su cola, y sus escamas.


Con la llama de sus fauces

alcanzaba a iluminar,

cómo rodeaba con tres vueltas

a la niña, a su espina dorsal.


El cuerpo del ofidio,

como la punta del azote,

movía raudo sus anillos

a la altura de su hombro.


Por costumbre de este país

a la bella prisionera

la entregaban como botín

al monstruo de la selva.


Su comarca salvaban.

Sus chozas. Pueblos. Tiestos.

Ellos lo pagaban

con ese tributo a la bestia.


Le sujetaba la mano,

le apretaba el cuello

la bestia, torturando

a la víctima del atropello.


Miró jinete suplicando

arriba, el firmamento,

y preparando la lanza

para la pelea cruenta.

***

Párpados cerrados.

Cumbres. Nubes. Signos.

Aguas. Ríos. Vados.

Los años y los siglos.


Jinete con yelmo abollado,

derribado en la pelea.

Con su casco el fiel caballo

pisoteaba a la bestia.


El cadáver del dragón y el caballo

en la arena, abatidos.

El jinete yace desmayado,

y la joven, en un pasmo sumida.


Al mediodía el cielo es claro,

su azul es cristalino

¿Quién es ella? ¿La hija del zar?

¿una princesa? ¿Una campesina? 


De repente, colmada de suerte,

en el llanto está hundida;

y de pronto su alma, como muerta,

se pierde en el sopor y en el olvido.


O tiene la salud restablecida,

o las venas se paralizan

por la sangre que ha perdido

y sus fuerzas que agonizan.


Pero sus corazones laten,

se esfuerzan a vivir,

y despertar ambos tratan,

pero vuelven a dormir.


Párpados cerrados.

Cumbres. Nubes. Signos.

Aguas. Ríos. Vados.

Los años y los siglos. 


AGOSTO

Como prometía, sin engañarme,

penetró el sol a la madrugada

como la faja oblicua, color azafrán,

desde la cortina hasta el diván.


Cubrió con el ocre iluminado

el vecino bosque, casas aldeanas,

mi cama, la húmeda almohada  

y la pared detrás de los estantes.


Me acordé por qué motivo

estaba húmeda la almohada:

soñé, que para despedirme

iban por el bosque, agrupados.


Iban juntos, de a uno, en parejas,

era el día - se recordó de pronto-

del seis de agosto, según el calendario viejo,

la Transfiguración de Nuestro Señor.


Casi siempre la luz sin la ignición

ilumina el Monte Tabor en esta jornada.

Y el otoño, expresivo como una indicación,

atrae hacia sí todas las miradas.


Han cruzado la insignificante miseria

del alisar desnudo, trepidante,

y pasaron al rojo bosque del cementerio

que ardía como un bizcocho coloreado.


Con sus cúspides acallados

tenían el cielo a su alcance,

y con los cantos de los gallos

se pasaban la lista las distancias.


En el bosque, como agrimensor estatal,

se erguía la muerte en medio de la espesura,

observando mi cara de sueño final

para cavar la fosa según mi estatura. 


Físicamente, por todos y muy cerca,

se percibía el sonido de la voz humana:

era mi propia voz profética

que sonaba sin acusar el daño.


“Adiós, la transfiguración azulina

y el oro de la fiesta del Señor,

suaviza con tu caricia femenina

la amargura de mi última hora.


Adiós, los años sin consuelo.

me despido de ti, mujer con agallas,

que al montón de agravios retó a duelo,

yo soy el campo de tus batallas.


Adiós, la amplitud de las alas abiertas,

y del vuelo la tenacidad desplegada,

y el mundo que en verbo se convierte,

y la creación, y los actos de milagro.  


LA NOCHE DE INVIERNO

Barría la ventisca, barría a toda la tierra,

y los confines enteros.

La vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


Como enjambre de moscas en el verano,

atraídas por el fuego,

así se juntaban en la ventana

los copos de nieve.


La ventisca pegaba sobre el cristal

círculos y flechas.

La vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


Al cielorraso iluminado

caían las sombras.

Cruzados los brazos, piernas cruzadas,

y los destinos cruzados.


Y caían dos zapatitos

al piso, con ruido.

Y lágrimas de cera desde el candil

goteaban sobre el vestido.


En la nevada bruma todo se perdía,

en la canosa y blanca.

Sobre la mesa la vela ardía,

la vela ardía.


Del rincón el aire soplaba la llama

y el ardor de la tentación

como un ángel grande alzaba

dos alas cruciformes.


Barría la ventisca todo el febrero,

y frecuentemente,

la vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


LA SEPARACIÓN

Desde el umbral el hombre mira,

sin reconocer su propia casa.

La partida de ella fue como la huida,

hay en todas partes huellas de desastre.


Hay caos general en la habitación,

pero toda la medida del daño

él no puede reconocer al instante

a causa de lágrimas y de la migraña.

 

Desde la mañana tiene en los oídos

ruidos extraños. ¿Está lúcido, o sueña?

¿Porqué le viene a la mente distraída                   

la idea del mar todo el tiempo?


Cuando a través de la escarcha en la ventana

no se ve nada del mundo a lo lejos,

el desaliento de la angustia humana

al desierto del mar se asemeja.


Ella era tan próxima a su alma

con cada rasgo suyo o sentimiento,

como le son muy cercanas al mar

sus costas a lo largo de la rompiente.


Como sumerge a todo el cañaveral

el oleaje después de la tempestad,

así los rasgos de ella, su forma y tamaño

se depositaron en el fondo de su alma.  


En los años de tormentos iracundos

de la cotidiana, imposible existencia,

la acerco a él, desde lo profundo,

la ola del destino, como en un accidente.


Entre el sin fin de las trabas,

y eludiendo todos los peligros,

la llevaba la ola, la arrastraba,

hasta que a él la dejó adherida.


Y he aquí, de pronto, su partida,

quizás forzada, bien puede ser.

Los hundirá a ambos la despedida,

sus huesos la pena no cesará de roer.


El hombre observa alrededor:

en el momento del abandono

ella revolvió todo en su entorno,

de la cómoda volcó los cajones.


Él deambula, y sigue acomodando

en los cajones, hasta que se hace oscuro,

pedazos de tela desparramados,

y patrones de moldes de costura.


Y al pincharse con un bordado

que tenía la aguja clavada, de repente

la ve a toda ella, ahí parada,

y llora entonces furtivamente.


(Traducción de Irina Bogdaschevski).

(Textos adjudicados al personaje que da nombre a la novela de 1957).

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