Ágape
Hoy no
ha venido nadie a preguntar;
ni me
han pedido en esta tarde nada.
No he
visto ni una flor de cementerio
en tan
alegre procesión de luces.
Perdóname,
Señor: qué poco he muerto!
En esta
tarde todos, todos pasan
sin
preguntarme ni pedirme nada.
Y no sé
qué se olvidan y se queda
mal en
mis manos, como cosa ajena.
He
salido a la puerta,
y me da
ganas de gritar a todos:
Si
echan de menos algo, aquí se queda!
Porque
en todas las tardes de esta vida,
yo no
sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo
ajeno se toma el alma mía.
Hoy no
ha venido nadie;
y hoy
he muerto qué poco en esta tarde!
ROSA
BLANCA
Me
siento bien. Ahora
brilla
un estoico hielo
en mí.
Me da
risa esta soga
rubí
que
rechina en mi cuerpo.
Soga
sin fin,
como
una
voluta
descendente
de
mal...
Soga
sanguínea y zurda
formada
de
mil
dagas en puntal.
Que
vaya así, trenzando
sus
rollos de crespón;
y que
ate el gato trémulo
del
Miedo al nido helado,
al
último fogón.
Yo
ahora estoy sereno,
con
luz.
Y maya
en mi Pacífico
un
náufrago ataúd.
El pan
nuestro
Se bebe
el desayuno... Húmeda tierra
de
cementerio huele a sangre amada.
Ciudad
de invierno... La mordaz cruzada
de una
carreta que arrastrar parece
una
emoción de ayuno encadenada!
Se
quisiera tocar todas las puertas,
y
preguntar por no sé quién; y luego
ver a
los pobres, y, llorando quedos,
dar
pedacitos de pan fresco a todos.
Y
saquear a los ricos sus viñedos
con las
dos manos santas
que a
un golpe de luz
volaron
desclavadas de la Cruz!
Pestaña
matinal, no os levantéis!
¡El pan
nuestro de cada día dánoslo,
Señor...!
Todos
mis huesos son ajenos;
yo
talvez los robé!
Yo vine
a darme lo que acaso estuvo
asignado
para otro;
y
pienso que, si no hubiera nacido,
otro
pobre tomara este café!
Yo soy
un mal ladrón... A dónde iré!
Y en
esta hora fría, en que la tierra
trasciende
a polvo humano y es tan triste,
quisiera
yo tocar todas las puertas,
y
suplicar a no sé quién, perdón,
y
hacerle pedacitos de pan fresco
aquí,
en el horno de mi corazón...!
Retablo
Yo digo para mí: por fin escapo al ruido;
nadie me ve que voy a la nave sagrada.
Altas sombras acuden,
y Darío que pasa con su lira enlutada.
Con paso innumerable sale la dulce Musa,
y a ella van mis ojos, cual polluelos al grano.
La acosan tules de éter y azabaches dormidos,
en tanto sueña el mirlo de la vida en su mano.
Dios mío, eres piadoso, porque diste esta nave,
donde hacen estos brujos azules sus oficios.
Darío de las Américas celestes! Tal ellos se parecen
a ti! Y de tus trenzas frabrican sus cilicios.
Como ánimas que buscan entierros de oro absurdo,
aquellos arciprestes vagos del corazón,
se internan, y aparecen... y, hablándonos de lejos,
nos lloran el suicidio monótono de Dios!
Unidad
En esta noche mi reloj jadea
junto a la sien oscurecida, como
manzana de revólver que voltea
bajo el gatillo sin hallar el plomo.
La luna blanca, inmóvil, lagrimea,
y es un ojo que apunta… Y siento cómo
se acuña el gran Misterio en una idea
hostil y ovoidea, en un bermejo plomo.
¡Ah, mano que limita, que amenaza
tras de todas las puertas, y que abierta
en todos los relojes, cede y pasa!
Sobre la araña gris de tu armazón,
otra gran Mano hecha de luz sustenta
un plomo en forma azul de corazón.
LOS ARRIEROS
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Las doce. Vamos a la cintura del día.
El sol que duele mucho.
Arriero, con tu poncho colorado te alejas,
saboreando el romance peruano de tu coca.
Y yo desde una hamaca,
desde un siglo de duda,
cavilo tu horizonte y atisbo, lamentado,
por zancudos y por el estribillo gentil
y enfermo de una "paca-paca".
Al fin tú llegarás donde debes llegar,
arriero, que, detrás de tu burro santurrón,
te vas...,
te vas...
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