This is very disgusting
Donald Duck
Apenas desembarcado en el planeta Faros, me llevaron los
farenses a conocer el ambiente físico, fitogeográfico, zoogeográfico,
político-económico y nocturno de su ciudad capital que ellos llaman 956.
Los farenses son lo que aquí denominaríamos insectos; tienen
altísimas patas de araña (suponiendo una araña verde, con pelos rígidos y
excrecencias brillantes de donde nace un sonido continuado, semejante al de una
flauta y que, musicalmente conducido, constituye su lenguaje); de sus ojos,
manera de vestirse, sistemas políticos y procederes eróticos hablaré alguna
otra vez. Creo que me querían mucho; les expliqué, mediante gestos universales,
mi deseo de aprender su historia y costumbres; fui acogido con innegable simpatía.
Estuve tres semanas en 956; me bastó para descubrir que los
farenses eran cultos, amaban las puestas de sol y los problemas de ingenio. Me
faltaba conocer su religión, para lo cual solicité datos con los pocos vocablos
que poseía —pronunciándolos a través de un silbato de hueso que fabriqué
diestramente—. Me explicaron que profesaban el monoteísmo, que el sacerdocio no
estaba aún del todo desprestigiado y que la ley moral les mandaba ser
pasablemente buenos. El problema actual parecía consistir en Illi. Descubrí que
Illi era un farense con pretensiones de acendrar la fe en los sistemas
vasculares («corazones» no sería morfológicamente exacto) y que estaba en camino
de conseguirlo.
Me llevaron a un banquete que los distinguidos de 956 le
ofrecieron a Illi. Encontré al heresiarca en lo alto de la pirámide (mesa, en
Faros) comiendo y predicando. Lo escuchaban con atención, parecían adorarlo,
mientras Illi hablaba y hablaba.
Yo no conseguía entender sino pocas palabras. A través de
ellas me formé una alta idea de Illi. Repentinamente creí estar viviendo un
anacronismo, haber retrocedido a las épocas terrestres en que se gestaban las
religiones definitivas. Me acordé del Rabbi Jesús. También el Rabbi Jesús
hablaba, comía y hablaba, mientras los demás lo escuchaban con atención y parecían
adorarlo.
Pensé: ¿Y si éste fuera también Jesús? No es novedad la
hipótesis que bien podría el Hijo de Dios pasearse por los planetas
convirtiendo a los universales. ¿Por qué iba a dedicarse con exclusividad a la Tierra?
Ya no estamos en la era geocéntrica; concedámosle el derecho a cumplir su dura
misión en todas partes.
Illi seguía adoctrinando a los comensales. Más y más me
pareció que aquel farense podía ser Jesús. «Qué tremenda tarea —pensé—. Y
monótona, además. Lo que falta saber es si los seres reaccionan igualmente en
todos lados. ¿Lo crucificarían en Marte, en Júpiter, en Plutón…?»
Hombre de la Tierra, sentí nacerme una vergüenza
retrospectiva. El Calvario era un estigma coterráneo, pero también una
definición. Probablemente habíamos sido los únicos capaces de una villanía
semejante: ¡clavar en un madero al hijo de Dios...!
Los farenses, para mi completa confusión, aumentaban las
muestras de su cariño; prosternados (no intentaré describir el aspecto que
tenían) adoraban al maestro. De pronto, me pareció que Illi levantaba todas las
patas a la vez (y las patas de un farense son diecisiete). Se crispó en el aire
y cayó de golpe sobre la punta de la pirámide (la mesa). Instantáneamente quedó
negro y callado; pregunté, y me dijeron que estaba muerto.
Parece que le habían puesto veneno en la comida.
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