A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de
la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos
martillándolos en una baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un
clavo a martillazos, hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero
cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los
dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos
empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en
una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.
«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los
clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me
van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos.
Hay que enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo,
levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que
Traveler se asomara. Desde su cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y
algo le decía que Traveler estaba en el dormitorio, probablemente acostado con
Talita. Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo
sino por un principio de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a
Traveler a las dos y media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los
dedos con que sujetaba los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse,
dando a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era realmente
repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler.
Para colmo tenía ganas de matear y se le había acabado la yerba: es decir, le
quedaba yerba para medio mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la
cantidad restante metida en un papel y con unos cuantos clavos de lastre para
embocar la ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.
«Es increíble lo fuerte que silbo», pensó Oliveira,
deslumbrado. Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres
mujeres y una chica para los mandados, alguien lo parodiaba con un
contrasilbido lamentable, mezcla de pava hirviendo y chiflido desdentado. A
Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su
silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus
horas de lectura, que se cumplían entre la una y las cinco de la madrugada,
pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante conclusión de que
el silbido no era un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores hacían
silbar a sus personajes. Prácticamente ninguno. Los condenaban a un repertorio
bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear,
bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína
coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que
rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y
algunos personajes dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la
literatura argentina silbaba poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque
Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro
nada más que por sus títulos; a veces imaginaba una continuación en la que el
silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en
su piolín reluciente y proponía a la estupefacción universal ese matambre
arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el
contenido del rotograbado dominical y digestivo de los Gainza Mitre Paz, y
todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la
baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un clavo), «no me dejan
siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le
repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que a la Argentina
había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido
por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien explicaban sus
ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera que no se la
podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el bufón que
desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para
verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y reconoce?
Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese clavito se
resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.
«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la
eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos,
era imposible sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor
golpe del martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el
clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol
empezaba a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de
nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a
las tres no quedaría un solo rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta
que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos
eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de las lívidas
flores del espacio. Estaba bien eso: las lívidas flores del espacio. En ese
mismo momento se pegó un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo
invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar contra
la rigidez de la congelación. Cuando por fin consiguió sentarse, sacudiendo la
mano en todas direcciones, estaba empapado de pies a cabeza, probablemente de
nieve derretida o de esa ligera llovizna que alterna con las lívidas flores del
espacio y refresca la piel de los lobos.
Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su
ventana veía muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo
por darse vuelta y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso
sacudiendo una mano, pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y
que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.
—Por fin salís, qué joder —dijo Oliveira—. Te estuve
silbando media hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.
—De enderezar clavos, che. Necesito unos clavos derechos y
un poco de yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero ahora que lo pienso me va a dar
trabajo ir hasta la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.
—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas
cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—. A menos que los cortes.
El chicotazo de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si
querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de
chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en vos —dijo Traveler— es que cualquier problema lo
retrotraés a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung,
che. Y mirá que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un
arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el
cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—.
Primero mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos
me antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante
lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer
a Edgar Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te
pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca
sombra se aplastaba contra el adoquinado, y a la altura del primer piso
empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados
y le aplastaba literalmente la cara a Oliveira.
—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo
Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es
la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano se me ha amoratado por
exceso de congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me
estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te
voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí lo que más se agradece son los Particulares livianos
—dijo Oliveira—. Vos abundás en incongruencias, Manú.
—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como
si quisiera desprenderla del brazo.
—Las diferencias entre vos y Talita —dijo Traveler son de
las que se ven palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario.
Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los
líquenes y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo
Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés
los clavos?
—Todavía no sé —dijo Oliveira, confuso—. En realidad saqué
la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a
enderezar, y con este frío, ya ves... Tengo la impresión de que en cuanto tenga
clavos bien derechos voy a saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces
te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los
clavos. Sería una lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—. Y la yerba,
como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés
silbar, a Talita le divierte tu silbido.
Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se
echó agua por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta,
y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que
cae sobre un trapo mojado provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que
me moriré», se dijo Oliveira, «sin haber visto en la primera página del diario
la noticia de las noticias: ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que siempre ayudaba a
pasar el tiempo. SE LE ENREDA LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA EN LANÚS OESTE.
Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—. Esta pieza es enormemente
chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir con
ellos. ¡¡La yerba!!
Nadie contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me
hagás eso, Manú. Pensar que podríamos charlar de ventana a ventana, con vos y
Talita, y a lo mejor venía la señora de Gutusso o la chica de los mandados, y
hacíamos juegos en el cementerio y otros juegos. «Después de todo», pensó
Oliveira, «los juegos en el cementerio los puedo hacer yo solo».
Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en
cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de
gillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el
cementerio. «Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el
clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en
la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con
clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —dijo admirativamente Oliveira. Pensó que también
joder podía servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no
figuraba en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs,
ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos
como jocós apestados.
«Es realmente la necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a
esta porquería le dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió
probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo
después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi
terminado un diálogo típico de españoles y le dio algunos toques más, no sin
echarse antes un jarro de agua en la camiseta.
DIALOGO TIPICO DE
ESPAÑOLES
López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted,
era en 1925, y...
Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al
doctor García...
López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en
la Universidad.
Pérez.— Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en
Madrid sabe lo que es eso.»
López.— Una cátedra especialmente creada para mí para que
pudiera dictar mis cursos de Literatura.
Pérez.— Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al
doctor García, que es muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno
sabe muy bien que el nivel de los estudios deja mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de
Comercio, y que criaba toros.
López.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera
vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el
cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías,
bronce infinito, bajo este sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno
vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el
verano, oh ruiseñor. Claro que peor sería especializarse y pasar cinco años
estudiando el comportamiento del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe,
mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de un documento de
carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así,
con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira
empezó a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un
lápiz y escribir la jitanjáfora siguiente:
U Nu,
U Tin,
Mya Bu,
Thado Thiri Thudama U E Maung,
Sithu U
Cho,
Wunna Kyaw
Htin U Khin Zaw,
Wunna Kyaw
Htin U Thein Han,
Wunna Kyaw
Htin U Myo Min,
Thiri Pyanchi U Thant,
Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.
«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo
mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el
Honorabilísimo’. Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena
mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»
(...)
(...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario