29 de agosto de 1904
60 Shelbourne Road
Querida Nora, acabo de terminar mi almuerzo; no tenía
apetito.
Cuando estaba por la mitad me di cuenta de que estaba
comiendo con los dedos. Me sentí mal como la otra noche. Estoy muy angustiado.
Perdona esta pluma horrible y este papel tan feo.
Anoche debo haberte apenado por lo que dije, pero
seguramente será bueno que conozcas cómo pienso sobre gran parte de las cosas.
Mi razón rechaza la totalidad del actual orden social, así como el
cristianismo- hogar, las virtudes reconocidas, clases en la vida y doctrinas
religiosas. ¿Cómo podría atraerme la idea del hogar? Mi hogar fue simplemente
uno de clase media arruinado por los hábitos derrochadores que he heredado. A
mi madre la mataron lentamente, pienso, los malos tratos que le daba mi padre,
los años de sufrimiento y la cínica franqueza de mi proceder. Cuando miré su cara,
en el ataúd, una cara gris y consumida por el cáncer, comprendí que estaba
viendo la cara de una víctima, y maldije el sistema que la había hecho su
víctima. En la familia éramos diecisiete. Mis hermanos y hermanas no son nada
para mí. Sólo un hermano es capaz de comprenderme.
Hace seis años dejé, con un odio ferviente, la Iglesia
Católica. Me fue imposible permanecer en ella contrariando los impulsos de mi
naturaleza. Cuando era estudiante hice contra ella una guerra secreta y decliné
aceptar las posiciones que se me ofrecían. Al hacerlo me convertí en un
mendigo, pero conservé mi orgullo. Ahora mantengo a través de una guerra
abierta lo que escribo, digo y hago. No puedo ingresar en el orden social si no
es como vagabundo. Empecé a estudiar medicina tres veces, una vez leyes, una
vez música. Hace una semana me estaba preparando para salir como actor
ambulante. No pude poner mucho ánimo en el plan, porque tú tironeabas en
sentido contrario. Las dificultades actuales de mi vida son increíbles, pero las
desprecio.
Anoche, cuando te fuiste, deambulé hacia Grafton St., donde
permanecí fumando largo tiempo apoyado en un farol. La calle estaba llena de
una animación en la que vertí un torrente de mi juventud.
Mientras permanecía allí recordé unas frases que escribí
hace algunos años cuando vivía en París, las frases son, “Pasan de a dos y de a
tres entre la animación del bulevar, paseando como gente desocupada en un lugar
iluminado para ellas. Están en la pastelería charlando, comiendo dulces o
sentadas silenciosamente en una mesa de una terraza; o descendiendo de
carruajes con un revuelo de vestidos, suave como la voz del adúltero. Pasan con
una brisa de perfumes. Bajo los perfumes sus cuerpos tienen un cálido olor
húmedo”.
Mientras me estaba repitiendo esto me di cuenta de que la
vida aún me esperaba, si es que decidía entrar en ella. Quizás no podría
embriagarme como lo había hecho alguna vez, pero aún estaba allí y, ahora que
soy más juicioso y me controlo más, era inofensiva. No haría preguntas, no
esperaría nada de mí, excepto unos momentos de mi vida, dejando libre el resto
y me prometería el placer a cambio. Pensé en todo esto y lo rechacé sin
remordimiento. Era inútil para mí; no podría darme lo que yo esperaba.
Creo que has malinterpretado algunos pasajes de una carta
que te escribí, y he observado cierta reserva en tu actitud, como si el
recuerdo de aquella noche te turbara. Sin embargo, yo lo considero como una
especie de sacramento, y su recuerdo me llena de una asombrosa alegría.
Quizás no comprendas enseguida por qué motivo te respeto
tanto por ello, pues no conoces aún mucho sobre mi manera de pensar. Pero al
mismo tiempo fue un sacramento que me dejó un gusto final de pena y
abatimiento, pena porque vi en ti una extraordinaria y melancólica ternura que
había tomado este sacramento como un compromiso; y abatimiento porque comprendí
que, a tus ojos, yo era inferior a una convención de nuestra sociedad actual.
Anoche te hablé sarcásticamente, pero hablaba del mundo, no
de ti. Soy enemigo de la bajeza y esclavitud de la gente, no de ti. ¿No puedes
advertir la sencillez que hay detrás de todos mis disfraces?
Todos llevamos una máscara. Cierta gente que sabe que
estamos muy unidos suele increparme. Los escucho con calma, desdeñando
responderles, pero su última palabra agobia mi corazón como a un pájaro la
tormenta.
No es agradable para mí tener que ir ahora a la cama
recordando la última mirada de tus ojos, una mirada de cansada indiferencia, y
la tortura de tu voz la otra noche. Creo que ningún ser humano ha estado nunca
tan cerca de mi alma como tú lo estás, y, sin embargo, aún puedes interpretar
mis palabras con lastimosa descortesía (“Sé de lo que está hablando ahora”,
dices) Cuando era más joven tuve un amigo a quien me di por completo, en cierto
sentido más de lo que me entrego a ti, y en otro sentido menos. Era irlandés,
es decir, me traicionó.
No he dicho ni una palabra de lo que quería decir, pero
escribir con esta maldita pluma es un trabajo duro. No sé qué pensarás de esta
carta. Por favor, escríbeme Nora querida, ¿lo harás?, te respeto mucho, créeme,
pero quiero algo más que tus caricias. Me has dejado de nuevo con una duda
angustiosa.
J.A.J.
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