martes, 29 de septiembre de 2020

"Cien años de soledad" - Gabriel García Márquez (fragmento del capítulo 16)

Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino todos los habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morirse. Los había visto al pasar, sentados en las salas con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin desbravar, porque era inútil dividirlo en meses y años, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada más que contemplar la lluvia. Los niños recibieron alborozados a Aureliano Segundo, quien volvió a tocar para ellos el acordeón asmático.

Pero el concierto no les llamó tanto la atención como las sesiones enciclopédicas, de modo que otra vez volvieron a reunirse en el dormitorio de Memo, donde la imaginación de Aureliano Segundo convirtió el dirigible en un elefante volador que buscaba un sitio para dormir entre las nubes. En cierta ocasión encontró un hombre de a caballo que a pesar de su atuendo exótico conservaba un aire familiar, y después de mucho examinarlo llegó a la conclusión de que era un retrato del coronel Aureliano Buendía. Se lo mostró a Fernanda, y también ella admitió el parecido del jinete no sólo con el coronel, sino con todos los miembros de la familia, aunque en verdad era un guerrero tártaro. Así se le fue pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y los encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en el granero.

-¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó él.

-Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.

-Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando escampe.

Siguió más interesado en la enciclopedia que en el problema doméstico, aun cuando tuvo que conformarse con una piltrafa y un poco de arroz en el almuerzo. «Ahora es imposible hacer nada -decía-. No puede llover toda la vida.» Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero, más intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales, sus desahogos poco frecuentes, se desbordaron en un torrente incontenible, desatado, que empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero do su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de parto do su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se privé ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.

-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.

lunes, 28 de septiembre de 2020

James Joyce - Carta a Nora Barnacle (29 de agosto de 1904)

 29 de agosto de 1904

60 Shelbourne Road

Querida Nora, acabo de terminar mi almuerzo; no tenía apetito.

Cuando estaba por la mitad me di cuenta de que estaba comiendo con los dedos. Me sentí mal como la otra noche. Estoy muy angustiado.

Perdona esta pluma horrible y este papel tan feo.

Anoche debo haberte apenado por lo que dije, pero seguramente será bueno que conozcas cómo pienso sobre gran parte de las cosas. Mi razón rechaza la totalidad del actual orden social, así como el cristianismo- hogar, las virtudes reconocidas, clases en la vida y doctrinas religiosas. ¿Cómo podría atraerme la idea del hogar? Mi hogar fue simplemente uno de clase media arruinado por los hábitos derrochadores que he heredado. A mi madre la mataron lentamente, pienso, los malos tratos que le daba mi padre, los años de sufrimiento y la cínica franqueza de mi proceder. Cuando miré su cara, en el ataúd, una cara gris y consumida por el cáncer, comprendí que estaba viendo la cara de una víctima, y maldije el sistema que la había hecho su víctima. En la familia éramos diecisiete. Mis hermanos y hermanas no son nada para mí. Sólo un hermano es capaz de comprenderme.

Hace seis años dejé, con un odio ferviente, la Iglesia Católica. Me fue imposible permanecer en ella contrariando los impulsos de mi naturaleza. Cuando era estudiante hice contra ella una guerra secreta y decliné aceptar las posiciones que se me ofrecían. Al hacerlo me convertí en un mendigo, pero conservé mi orgullo. Ahora mantengo a través de una guerra abierta lo que escribo, digo y hago. No puedo ingresar en el orden social si no es como vagabundo. Empecé a estudiar medicina tres veces, una vez leyes, una vez música. Hace una semana me estaba preparando para salir como actor ambulante. No pude poner mucho ánimo en el plan, porque tú tironeabas en sentido contrario. Las dificultades actuales de mi vida son increíbles, pero las desprecio.

Anoche, cuando te fuiste, deambulé hacia Grafton St., donde permanecí fumando largo tiempo apoyado en un farol. La calle estaba llena de una animación en la que vertí un torrente de mi juventud.

Mientras permanecía allí recordé unas frases que escribí hace algunos años cuando vivía en París, las frases son, “Pasan de a dos y de a tres entre la animación del bulevar, paseando como gente desocupada en un lugar iluminado para ellas. Están en la pastelería charlando, comiendo dulces o sentadas silenciosamente en una mesa de una terraza; o descendiendo de carruajes con un revuelo de vestidos, suave como la voz del adúltero. Pasan con una brisa de perfumes. Bajo los perfumes sus cuerpos tienen un cálido olor húmedo”.

Mientras me estaba repitiendo esto me di cuenta de que la vida aún me esperaba, si es que decidía entrar en ella. Quizás no podría embriagarme como lo había hecho alguna vez, pero aún estaba allí y, ahora que soy más juicioso y me controlo más, era inofensiva. No haría preguntas, no esperaría nada de mí, excepto unos momentos de mi vida, dejando libre el resto y me prometería el placer a cambio. Pensé en todo esto y lo rechacé sin remordimiento. Era inútil para mí; no podría darme lo que yo esperaba.

Creo que has malinterpretado algunos pasajes de una carta que te escribí, y he observado cierta reserva en tu actitud, como si el recuerdo de aquella noche te turbara. Sin embargo, yo lo considero como una especie de sacramento, y su recuerdo me llena de una asombrosa alegría.

Quizás no comprendas enseguida por qué motivo te respeto tanto por ello, pues no conoces aún mucho sobre mi manera de pensar. Pero al mismo tiempo fue un sacramento que me dejó un gusto final de pena y abatimiento, pena porque vi en ti una extraordinaria y melancólica ternura que había tomado este sacramento como un compromiso; y abatimiento porque comprendí que, a tus ojos, yo era inferior a una convención de nuestra sociedad actual.

Anoche te hablé sarcásticamente, pero hablaba del mundo, no de ti. Soy enemigo de la bajeza y esclavitud de la gente, no de ti. ¿No puedes advertir la sencillez que hay detrás de todos mis disfraces?

Todos llevamos una máscara. Cierta gente que sabe que estamos muy unidos suele increparme. Los escucho con calma, desdeñando responderles, pero su última palabra agobia mi corazón como a un pájaro la tormenta.

No es agradable para mí tener que ir ahora a la cama recordando la última mirada de tus ojos, una mirada de cansada indiferencia, y la tortura de tu voz la otra noche. Creo que ningún ser humano ha estado nunca tan cerca de mi alma como tú lo estás, y, sin embargo, aún puedes interpretar mis palabras con lastimosa descortesía (“Sé de lo que está hablando ahora”, dices) Cuando era más joven tuve un amigo a quien me di por completo, en cierto sentido más de lo que me entrego a ti, y en otro sentido menos. Era irlandés, es decir, me traicionó.

No he dicho ni una palabra de lo que quería decir, pero escribir con esta maldita pluma es un trabajo duro. No sé qué pensarás de esta carta. Por favor, escríbeme Nora querida, ¿lo harás?, te respeto mucho, créeme, pero quiero algo más que tus caricias. Me has dejado de nuevo con una duda angustiosa.

J.A.J.

domingo, 27 de septiembre de 2020

"Así habló Zaratustra" - De los poetas - Friedrich Nietzche

Desde que conozco mejor el cuerpo, - dijo Zaratustra a uno de sus discípulos - el espíritu no es ya para mí más que un modo de expresarse; y todo lo ‘imperecedero’ - es también sólo un símbolo».

«Esto ya te lo he oído decir otra vez, respondió el discípulo; y entonces añadiste: “mas los poetas mienten demasiado?”. ¿Por qué dijiste que los poetas mienten demasiado?»

«¿Por qué?, dijo Zaratustra. ¿Preguntas por qué? No soy yo de esos a quienes sea lícito preguntarles por su porqué.

¿Es que mi experiencia vital es de ayer? Hace ya mucho tiempo que viví las razones de mis opiniones.

¿No tendría yo que ser un tonel de memoria si quisiera tener conmigo también mis razones?

Ya me resulta demasiado incluso el retener mis opiniones; y más de un pájaro se escapa volando.

A veces encuentro también en mi palomar un animal que ha venido volando y que me es extraño, y que tiembla cuando pongo mi mano sobre él.

Sin embargo, ¿qué te dijo en otro tiempo Zaratustra? ¿Qué los poetas mienten demasiado? - Mas también Zaratustra es un poeta.

¿Crees, pues, que dijo entonces la verdad? ¿Por qué lo crees?».

El discípulo respondió: «Yo creo en Zaratustra». Mas Zaratustra movió la cabeza y sonrió.

La fe no me hace bienaventurado, dijo, y mucho menos, la fe en mí.

Pero en el supuesto de que alguien dijera con toda seriedad que los poetas mienten demasiado: tiene razón, nosotros mentimos demasiado.

Nosotros sabemos también demasiado poco y aprendemos mal: por ello tenemos que mentir.

¿Y quién de entre nosotros los poetas no ha adulterado su propio vino? Más de una venenosa mixtura ha sido fabricada en nuestras bodegas, y más de una cosa indescriptible se ha hecho en ellas.

Y como nosotros sabemos poco, nos gustan mucho los pobres de espíritu, ¡especialmente si son mujercillas jóvenes! Hasta codiciamos las cosas que las viejecillas se cuentan por las noches. A eso lo llamamos lo eterno-femenino que hay en nosotros.

Y como si hubiese un especial acceso secreto al saber, que queda obstruido para quienes aprenden algo: así nosotros creemos en el pueblo y en su «sabiduría».

Y todos los poetas creen esto: que quien, tendido en la hierba o en repechos solitarios, aguza los oídos, ése llega a saber algo de las cosas que se encuentran entre el cielo y la tierra.

Y si a ellos llegan delicados movimientos, los poetas opinan siempre que la naturaleza misma se ha enamorado de ellos: Y que se desliza en sus oídos para decirles cosas secretas y enamoradas lisonjas: ¡de ello se glorían y se envanecen ante todos los mortales!

¡Ay, existen demasiadas cosas entre el cielo y la tierra con las cuales sólo los poetas se han permitido soñar!

Y, sobre todo, por encima del cielo: ¡pues todos los dioses son un símbolo de poetas, un amaño de poetas!

En verdad, siempre somos arrastrados hacia lo alto - es decir, hacia el reino de las nubes: sobre éstas plantamos nuestros multicolores peleles y los llamamos dioses y superhombres:

¡Pues son justamente bastante ligeros para tales sillas! -todos esos dioses y superhombres.

¡Ay, qué cansado estoy de todo lo insuficiente, que debe ser de todos modos acontecimiento! ¡Ay, qué cansado estoy de los poetas!

Cuando Zaratustra dijo esto, su discípulo se enojó con él, pero calló. También Zaratustra calló; y sus ojos se habían vuelto hacia dentro, como si mirasen hacia remotas lejanías. Finalmente suspiró y tomó aliento.

Yo soy de hoy y de antes, dijo luego; pero hay algo dentro de mí que es de mañana y de pasado mañana y del futuro.

Me he cansado de los poetas, de los viejos y de los nuevos: superficiales me parecen todos, y mares poco profundos.

No han pensado con suficiente profundidad: por ello su sentimiento no se sumergió hasta llegar a las razones profundas.

Un poco de voluptuosidad y un poco de aburrimiento: eso ha sido la mejor incluso de sus reflexiones.

Un soplo y un deslizarse de fantasmas me parecen a mí todos sus arpegios; ¡qué han sabido ellos hasta ahora del ardor de los sonidos!

No son tampoco para mí bastante limpios: todos ellos ensucian sus aguas para hacerlas parecer profundas.

Con gusto representan el papel de conciliadores: ¡mas para mí no pasan de ser mediadores y enredadores, y mitad de esto y mitad de aquello, y gente sucia!

Ay, yo lancé ciertamente mi red en sus mares y quise pescar buenos peces; pero siempre saqué la cabeza de un viejo dios.

El mar proporcionó así una piedra al hambriento. Y ellos mismos proceden sin duda del mar.

Es cierto que en ellos se encuentran perlas: pero tanto más se parecen ellos mismos a crustáceos duros. Y en vez de alma he encontrado a menudo en ellos légamo salado.

También del mar han aprendido su vanidad: ¿no es el mar el pavo real de los pavos reales?

Incluso ante el más feo de todos los búfalos despliega él su cola, y jamás se cansa de su abanico de encaje hecho de plata y seda.

Ceñudo contempla esto el búfalo, pues su alma prefiere la arena, y más todavía la maleza, y más que ninguna otra cosa, la ciénaga.

¡Qué le importan a él la belleza y el mar y los adornos del pavo real! Ésta es la parábola que yo dedico a los poetas.

¡En verdad, su espíritu es el pavo real de los pavos reales y un mar de vanidad!

Espectadores quiere el espíritu del poeta: ¡aunque sean búfalos!

Mas yo me he cansado de ese espíritu: y veo venir el día en que también él se cansará de sí mismo.

Transformados he visto ya a los poetas, y con la mirada dirigida contra ellos mismos.

Penitentes del espíritu he visto venir: han surgido de los poetas.

Así habló Zaratustra.

Hieronymus Bosch, "El jardín de las delicias" (detalle).

sábado, 5 de septiembre de 2020

Andar en el ritmo del mundo

Acerca el fuego a la roca
acerca el fuego al papel
quema la roca mi fuego
arde de fuego el papel.

Aprieta la mano la llama
el puño quemado también
enciende la chispa el cigarro
ceniza se vuelve después.

La palma arde en la llama
fuego, solo fuego al arder
derriba sin llama el guijarro
la hoja y la tinta a la vez.

El ritmo en el radio me empuja
silencio en la calle tal vez
el dedo prisión en el oro
labrado por fuego también.

Golpe tras golpe la forma
escribe de un dedo a la vez
abarca, se saca, se impone
cambia de dueño el infiel.

Quita de mi ese guijarro,
borra esa tiza ese pelo de gato
apaga trazo la tinta caída
escupe tinta tintero al revés.

De madera pizarra, sabés,
la tabla que enfiesta la cifra
no miente coteja el exacto
perfecto ese trazo, entendés.

En forma de tres viene el santo
de a tres se vuelve a perder
la punta en madera de cedro
la tumba del santo también.

Afila la punta de lata
de lata la punta al revés
desgasto la punta, el zapato
con lupa la busco también.

Agranda la vista la lupa
el cristal de vidrio también
cambia el detalle la punta la llama
enciende la vista ya ves.

Ves que viene otra vez el sujeto
dale ritmo a la lupa otra vez
refleja el ojo el vidrio de nuevo
me estoy viendo en la mesa también.

Grita el gato, no ve en el espejo
canta la radio la voz de papel
miente el fuego de pronto en la mesa
canta Carloncho en mudo en papel.

Andar en el ritmo del mundo
golpeando la sarna en la piel,
raspo con piedra mi ritmo
raspo con piedra el papel.

Los callos con carne se raspan
la carne con callo también,
el golpe con tajo, con sangre
el tajo con sangre con miel.

Desgajo la carne del hueso
deshago con ritmo el cuartel,
migajas de piel voy dejando
jirones de pelo también.

Cargo la carne el carbón la cadena
cargo en el callo al patrón y la reja.
¡Patrón! El carbón no quema la pena
quema la vena Nevada condena.

No vengas con cuentos Alejo
no vengas con peros después
me leo en los diarios del lunes
me meo en tu fin de mes.

No vino pastor, ni cristo ni buda
desgasto el zapato, la punta del pie,
alborota la sangre sin viento
va yendo sin tiempo el infiel

Invento el ritmo en los días
solo tenía que dejar de comer,
vengan santos, vengan ya en mi ayuda
quiero aire y terminar de leer.

Hay ritmo en los pasos del mundo
Ernesto quedó sin comer,
en el ojo el tiro, en la mesa la bota
las botas de cada cuartel.

Al ritmo del paso del mundo
pateando una lluvia a la vez,
vencieron santos los visnús y orishas
desbordó el río sin vuelta a llover.

Yo sólo soy un pedazo de tierra,
no me confunda, señor, por favor;
yo sólo soy uno más en la tierra,
sólo soy uno más bajo el sol.

El bardo cantaba cinco
yo canto diez mil al mes,
a otros cantaba el nolano
otros lo hicieron arder.

El ritmo palabras del mundo
cacique pena se come la piel,
los escribas se olvidan del ritmo
los quemo de uno a la vez.

Finjo la risa la fiesta los lentes
finjo el ritmo contando hasta cien
galopa caballo cuatralbo
soñá tu parte, dejá de joder.

viernes, 4 de septiembre de 2020

¿Así que esto es todo?

¿Sabes que acaso te está hablando un muerto? (*)

¿Así que esto es todo?
¿Así que esto es la muerte?
El corto viaje del acero
clausuró la lluvia sin fundamento,
la doble primavera
cada vez más escasa,
una piel que huele todavía,
última influencia corporal,
unión atroz del día y de la noche
carne que no es carne
ni partida
ni llegada
solo este calor,
el único lenguaje que conozco
y la sabiduría del abismo.

(*) Eduardo González Lanuza, Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo.


Versión de Eduardo Darnauchans, álbum "Sansueña" (1978)

POEMA PARA SER GRABADO EN UN DISCO DE FONÓGRAFO

¿Sabes que acaso te está hablando un muerto?

Eco callado soy que resucita
única voz que se atigró en cien soles.

No bronce o mármol: frágil cera aguarda
esta inmortalidad que estás oyendo.

Voz que ya nadie dice:
luz de un sol extinguido que aún galopa en el tiempo.

Bajo mis alas, trémulos,
se acurrucan minutos de otros días:
tu atención ya la he visto y he de verla
abierta en otros;
sois reflejos míos.
Yo soy la realidad, sombras vosotros
que con ser sólo un aire estremecido,
yo he de vivir aún más que quien me dijo.

Soy el claro prodigio sin misterio,
voz que se dice sola y para siempre.
En vano sobre mí pondrán los hombres
leve silencio o densidad de olvido.
Vendrá una mano y volaré de nuevo:
diré otra vez lo que te estoy diciendo.

Eduardo González Lanuza (Argentina)

(1900-1984)

jueves, 3 de septiembre de 2020

"Rayuela" : capítulo 41 (fragmento) - Julio Cortázar (1963)

41

A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un clavo a martillazos, hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.
«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler se asomara. Desde su cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y algo le decía que Traveler estaba en el dormitorio, probablemente acostado con Talita. Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo sino por un principio de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a Traveler a las dos y media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era realmente repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de matear y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba yerba para medio mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la cantidad restante metida en un papel y con unos cuantos clavos de lastre para embocar la ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.
«Es increíble lo fuerte que silbo», pensó Oliveira, deslumbrado. Desde el piso de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los mandados, alguien lo parodiaba con un contrasilbido lamentable, mezcla de pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las ocasiones importantes. En sus horas de lectura, que se cumplían entre la una y las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la desconcertante conclusión de que el silbido no era un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prácticamente ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes dickensianos silbaban para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina silbaba poco, lo que era una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a considerarlo como un maestro nada más que por sus títulos; a veces imaginaba una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en su piolín reluciente y proponía a la estupefacción universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el contenido del rotograbado dominical y digestivo de los Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien explicaban sus ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera que no se la podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y reconoce? Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.
«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres no quedaría un solo rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de las lívidas flores del espacio. Estaba bien eso: las lívidas flores del espacio. En ese mismo momento se pegó un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar contra la rigidez de la congelación. Cuando por fin consiguió sentarse, sacudiendo la mano en todas direcciones, estaba empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera llovizna que alterna con las lívidas flores del espacio y refresca la piel de los lobos.
Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su ventana veía muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo por darse vuelta y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso sacudiendo una mano, pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y que era preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.
—Por fin salís, qué joder —dijo Oliveira—. Te estuve silbando media hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.
—De enderezar clavos, che. Necesito unos clavos derechos y un poco de yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero ahora que lo pienso me va a dar trabajo ir hasta la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.
—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—. A menos que los cortes. El chicotazo de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en vos —dijo Traveler— es que cualquier problema lo retrotraés a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che. Y mirá que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—. Primero mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y le aplastaba literalmente la cara a Oliveira.
—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano se me ha amoratado por exceso de congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí lo que más se agradece son los Particulares livianos —dijo Oliveira—. Vos abundás en incongruencias, Manú.
—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.
—Las diferencias entre vos y Talita —dijo Traveler son de las que se ven palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?
—Todavía no sé —dijo Oliveira, confuso—. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves... Tengo la impresión de que en cuanto tenga clavos bien derechos voy a saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—. Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.
Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se echó agua por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que me moriré», se dijo Oliveira, «sin haber visto en la primera página del diario la noticia de las noticias: ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que siempre ayudaba a pasar el tiempo. SE LE ENREDA LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA EN LANÚS OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—. Esta pieza es enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir con ellos. ¡¡La yerba!!
Nadie contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me hagás eso, Manú. Pensar que podríamos charlar de ventana a ventana, con vos y Talita, y a lo mejor venía la señora de Gutusso o la chica de los mandados, y hacíamos juegos en el cementerio y otros juegos. «Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el cementerio los puedo hacer yo solo».
Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio. «Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —dijo admirativamente Oliveira. Pensó que también joder podía servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no figuraba en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós apestados.
«Es realmente la necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a esta porquería le dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio algunos toques más, no sin echarse antes un jarro de agua en la camiseta.
DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES

López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y...
Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García...
López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.
Pérez.— Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en Madrid sabe lo que es eso.»
López.— Una cátedra especialmente creada para mí para que pudiera dictar mis cursos de Literatura.
Pérez.— Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al doctor García, que es muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien que el nivel de los estudios deja mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba toros.
López.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías, bronce infinito, bajo este sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el verano, oh ruiseñor. Claro que peor sería especializarse y pasar cinco años estudiando el comportamiento del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora siguiente:

U Nu,
U Tin,
Mya Bu,
Thado Thiri Thudama U E Maung,
Sithu U Cho,
Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw,
Wunna Kyaw Htin U Thein Han,
Wunna Kyaw Htin U Myo Min,
Thiri Pyanchi U Thant,
Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.

«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el Honorabilísimo’. Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»

(...)

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Los Lavaderos: Raymond Carver

http://los-lavaderos.blogspot.com/2020/09/raymond-carver-19381988.html

Los jóvenes lanzallamas de ciudad de México

Se llenan la boca con alcohol
y luego soplan
sobre una vela encendida,
lo hacen en los semáforos.
O en cualquier otro lugar
donde los automóviles hacen cola
y sus conductores
enojados y frustrados
están a la búsqueda de algo que los distraiga.
En esos sitios hallarás a los jóvenes lanzafuegos.
Haciendo lo que hacen, si tienen suerte,
por unas monedas.
Pero antes del año sus labios
estarán quemados y sus gargantas en carne viva.
En pocos meses perderán la voz.
No podrán hablar ni gritar,
estos niños silenciosos
que recorren las calles con una vela
y una lata de cerveza llena de alcohol.
Los llaman los milusos, lo que significa
que sirven para muchas cosas o para nada.

("Altazor", traductor Esteban Moore)

martes, 1 de septiembre de 2020

Canto ajeno - XV

Llegué poco antes del mediodía,

la hora oportuna en que el sol arde lo suficiente.

Mientras me acercaba, calzado en mano
apisoné una arena que no era la de mi memoria:
oscura, borrosa, rajada en dos colores;
el agua también se aferraba a esa nube negra,
cada ola relamía un poco la penitencia costera
sin fin, siempre sumando.
Apoyé el equipaje en lo que restaba de arena,
me declaré único testigo de esta cópula
y cada paso alejó más la espalda de la orilla.