Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino todos los habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morirse. Los había visto al pasar, sentados en las salas con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin desbravar, porque era inútil dividirlo en meses y años, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada más que contemplar la lluvia. Los niños recibieron alborozados a Aureliano Segundo, quien volvió a tocar para ellos el acordeón asmático.
Pero el concierto no les llamó tanto la atención como las
sesiones enciclopédicas, de modo que otra vez volvieron a reunirse en el
dormitorio de Memo, donde la imaginación de Aureliano Segundo convirtió el
dirigible en un elefante volador que buscaba un sitio para dormir entre las
nubes. En cierta ocasión encontró un hombre de a caballo que a pesar de su
atuendo exótico conservaba un aire familiar, y después de mucho examinarlo
llegó a la conclusión de que era un retrato del coronel Aureliano Buendía. Se lo
mostró a Fernanda, y también ella admitió el parecido del jinete no sólo con el
coronel, sino con todos los miembros de la familia, aunque en verdad era un
guerrero tártaro. Así se le fue pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y
los encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban
más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en el granero.
-¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó él.
-Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.
-Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando
escampe.
Siguió más interesado en la enciclopedia que en el problema
doméstico, aun cuando tuvo que conformarse con una piltrafa y un poco de arroz
en el almuerzo. «Ahora es imposible hacer nada -decía-. No puede llover toda la
vida.» Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero, más intensa
se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales,
sus desahogos poco frecuentes, se desbordaron en un torrente incontenible,
desatado, que empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que
a medida que avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más
espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día
siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que
era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se
paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina
para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán,
idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran
panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener
a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto
que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que
llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie
le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni
le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por
qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por
supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la
había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un
monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por
los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y
hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de
las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y
ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre,
pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo
dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una
cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la
mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar
trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada
del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las
esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho
a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese
pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis
cubiertos, para que luego el adúltero do su marido dijera muerto de risa que
tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de
cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados
cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se
servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de
Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y
el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de
no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel
Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do preguntar
con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que
olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para
que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores
en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de
mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y
peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia
hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia,
pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de
parto do su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su
autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y
soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se
privé ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de
entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y
el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su
ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el
clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su
casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella
paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella
acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles
trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una
desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a
quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era
una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o
en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios,
obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por
supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se
prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien,
porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la
puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y
bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de
éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de
la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el
privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de
novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.
-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.