sábado, 20 de junio de 2020

"Ascensión; Mayakovski en el cielo; regreso; a los siglos; final" - Vladimir Mayakovski

Ascensión de Mayacovski

Soy poeta.
Enseñen a los niños que el sol se levanta
detrás de los pilares del Este.
En el tálamo de amor aparece la cabeza
querida con sus pocos pelitos.
Lancé a lo alto una flecha de desafío.
¡Quítate esa sonrisa!
Mi corazón busca el balazo, y la garganta
delira con una navaja.
Es la pesadilla deshilvanada del demonio
en la que crece mi angustia.
Me persigue,
me atrae con su abismo el agua del mar.
Me arrojaría también desde cualquier techo.
Las nieves me rodean.
Las nieves me cubren,
crecen, hacen espuma, caen
de nuevo en el hielo cae una esmeralda escarchada.
Tiembla mi alma.
Entre los hielos está ella aprisionada,
y no puede salir.
Así embrujado,
iré caminando por las orillas del Neva.
Doy un paso,
y nuevamente estoy en el mismo lugar.
Corro,
pero es en vano.

De pronto me encontré ante un edificio.
Se alzó detrás de las ventanas de hielo,
en un amanecer redondo.
Allá voy.

Maulló un gato.
Arde la luz nocturna
de la farmacia de turno.
Toco el timbre.
¡Boticario!
¡Boticario!
Esperé colgado de mis propios hombros.

Crecieron,
se turbaron mis pensamientos,
crecieron enredados
como cuernos de ciervos.
Manché el piso de llanto.
Me hinqué de rodillas,
llorando mi paraíso perdido.

¡Boticario!
¡Boticario!
¡Boticario!
¡Déme de beber algo!
¿Cómo puedo hacer,
para beberme hasta el fin la angustia del corazón?
¿Habrá en el cielo virgen, infinito,
o en el Sahara delirante,
o en un desierto enloquecido,
un asilo para celosos?

Detrás de los frascos y las probetas
hay tantos secretos.
Tú conoces la más alta justicia.
¡Boticario!
Ayúdame para que sin dolor,
emigre mi alma al cielo.

Me extiende un frasco,
veo un cráneo.
"Veneno"
debajo dos huesos cruzados.

¿A quién se lo da?
Si yo soy inmortal,
tu huésped es extraordinario.
Los ojos ya no ven.
Estoy mudo,
cierro la puerta detrás de él,
y bien:
¿qué hacer ahora?
¡No faltaba más,
con un veneno perecer intoxicado!

Una turbia suposición
cruzó la mente del tonto boticario.
En las ventanas, los curiosos.
Se oyen voces.

Y de pronto,
asciendo a los aires,
pasando los mostradores.
El techo se abre solo, sin dificultad.

Chillidos.
Ruido.
¡Sobre la casa hay uno colgado!
Ya estoy sobre la casa. ¡Paso!
Veo la iglesia al atardecer,
la cruz iluminada. ¡Paso!
La cima de los árboles y el bosque.
Graznan los cuervos. ¡Paso!

¡Estudiantes!
Todo lo que aprendimos es un cuento.
Y también todo lo que enseñamos.
La Física, la Química y la Astronomía,
son un cuento.

Si se me antoja volar,
vuelo por las nubes.
Y voy a todas partes,
y puedo estar donde quiero,
asombrando la rutina de todas las baladas poéticas.

Canten ahora al nuevo demonio con alas,
de saco americano,
y brillo en sus zapatos amarillos.

Mayakovski en el cielo

¡Alto!
Tiro sobre las nubes
las cosas pesadas
de mi cuerpo cansado.
No hay muchos lugares cómodos.
Hasta ahora, por aquí no estuve.

Observo.
¿Y esa superficie lamida
es el tan decantado cielo?

Veamos, veamos.

Brillaba,
centelleaba,
se deslizaba,
un rumor de nubes,
silenciosas,
incorpóreas,
“la donna é móbile
cual piuma al vento”.
¿Aquí,
en estas blanduras celestiales,
también escuchan la música de Verdi?

Veo en las nubes una ventana.
Miro.
Están cantando los ángeles.
Los ángeles viven bien.
Están acomodados.
Uno de ellos se acerca,
y muy amable,
rompe mi sueño mudo.
“¿Qué tal, cómo le va,
Vladimiro Vladimirovich,
le gusta este abismo celeste?”
Y yo le contesto en el mismo tono:
“un abismo espléndido,
un abismo admirable”.

Al principio me irritaba todo.
No hay un solo rincón cómodo.
No hay diarios, ni té.
Después, me fui acostumbrando al cielo,
paulatinamente.
Salgo a ver lo que pasa,
por si han llegado otros después de mi.
“¿Usted también aquí?”
Lo abracé alegremente.
“¡Salud, Vladimir Vladimirovich!”
“¿Qué tal, cómo se suicidó?
¿Ahora está bien?
¿Está mejor?”

¡Con que esas bromitas tenemos!

Me gustó.
Me puse de pie en la entrada.
Y si llegaba algún muerto,
algún conocido,
lo acompañaba,
para mostrarle las luces estelares
de la grandiosidad del escenario universal.

La estación central de los sucesos
tenía un embrollo de cables y enchufes,
palancas y manijas.
-Aquí,
detienen su holganza los mundos- dicen.
Aquí
dan vuelta más rápido la manija del tiempo,
“más rápido” piden
para que se muera el mundo más pronto.
Me río de tanto apuro.
Si quieren, riegan la tierra de sangre.
¡Qué les importa!
“Al diablo con ellos,
que rieguen,
¡qué importa!”

Aquí está –dicen
el depósito principal de rayos de luz.
-Aquí,
el depósito de estrellas muertas
desde el cual se arrojan al espacio.
-Por aquí un viejo plano,
no se sabe de quién,
el primer dibujo frustrado de una ballena.

Todos están ocupados en serio.
Alguien remienda las nubes.
Otro agrega calor a la chimenea del sol.
Todo en tremendo orden.
Tranquilos, jerárquicos.
No se empujan entre sí.
Por otra parte, no hay necesidad.
Al principio se enojaban,
anda sin hacer nada.
Yo estoy aquí por el corazón.
¿Pero aquí dónde está
si no tenemos cuerpo?
Les propuse:
“si quieren,
me acostaré sobre las nubes
y me ocuparé de contemplar a todos”.
“¡No!” –me dicen. “No nos conviene”.
“¿No les conviene? Como quieran.
Yo les propongo”.

Los fuelles del tiempo aprietan los instantes,
y el Año Nuevo ya está listo.
-Desde aquí
se arroja y desciende tronando,
cada Año en el terrible tobogán del tiempo.

Yo no llevo la cuenta de las semanas.
Nosotros,
conservados en los marcos del tiempo,
no dividimos el amor en días,
no cambiamos los nombres de los seres amados.

Me calmé.
Me acosté en las arenas,
iluminado por los rayos de la luna,
serenándome en el mar agitado de los sueños.
Como si una playa del sur,
recién muda y silenciosa,
avanzara y me cubriese la eternidad del mar,
cruzándome de caricias.

Regreso de Mayakovski

¡Pasaron uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, mil millones de horas!
¡Levántate,
suficiente!

Ya salió el sol,
hasta cuando vas a estar tirado y mudo.
Murmuro entre sueños:
“¿Por qué gritan?
¿Quién se atreve a hacer ruido,
dentro de mi corazón?”

Es de día o de noche.
Sigue igual,
la luz blanquecina de los sueños.

¿Cuántos siglos habrán pasado?
Los días se pierden, en la lejanía,
y pienso,
mirando la vía láctea:
¿No será esa mi barba blanca,
canosa, extendida?

Caen las estrellas.
Empiezo a mirar,
y veo más allá,
como caen vertiginosamente sobre la tierra.

En el corazón se despertaron
envidias olvidadas,
y el cerebro ocioso
construyó su fantasía.
-Ahora en la tierra
debe haber novedades.
Colgaron en las aldeas
las primaveras perfumadas.
Cada ciudad debe estar iluminada.
Canta la cofradía
de los alegres de mejillas sanas.

La angustia reaparece,
cada vez más tajante.

Una nube suntuosa se alza,
a lo lejos se ilumina otra,
pero continuamente me obsesiona
la proximidad
de no sé que rostro terrenal.

Esforzándome
busco la tierra entre otros puntos lejanos.

¡Allí está!
Distingo los mares,
y las montañas con sus picos de cóndores.

A mi lado está mi padre.
Tal como era,
únicamente el uniforme de guardabosque
un poco más ajustado,
y algo gastado en los codos.

Está irritado.
También está mirando la tierra.
Y me dice en voz baja:
“en el Cáucaso,
seguramente empieza la primavera”.

Pasa un grupo incorpóreo
que aburrimiento produce.

Se revela la maldad del apache.

-“Padre”, -le digo.
Me aburro.
Me aburro, padre.
A los poetas imbéciles
los conquistan con la promesa del cielo.
En fila aparecen
las condecoraciones de estrellas.

¡Sol!
¿Para qué extiendes tu manto?
¿Crees que eres un cardenal?
Sígueme,
igual no tienen pies en el cielo,
no van a ensuciar los caminos,
no les hacen falta las galochas
como en el barro de la tierra.

¡Estrellas!
Dejen de trenzar la corona de espinas
del martirio de toda la tierra.
Se fueron con el aire enrojecido.
¿Quién resplandece
con sus alas en las inmensidades de la tierra?
¡Es el amanecer!
¡Alto!
Que vamos por el mismo camino.

A veces me extiendo como un arco iris
y otras veces sigo con la cola enroscada de un cometa.
¿Para qué voy a jugar más,
asqueándome tanto?
¿Qué horrores guardo en secreto?

Estoy mostrando al mundo
varios números de entretenimiento
con rapidez inverosímil.
El alma de los deshabitados
hace tiempo está llena
con los recuerdos del pasado.
Veo un puñado de mundos
ciudades repartidos sobre ellos.

El oído alcanza a distinguir voces.

¡Me lancé en vuelo!
¡Abajo! ¡Llegué!

“¡Salud, viejita!
Resbalé en el asfalto,
ya me levanto”.

Todos se asombran.
No es de sus medidas
este viajero de los cielos.

Voces:
“¡Miren:
debe ser el pintor del techo!
¡Cayó bien!
Es duro ganarse así el pan de la vida”.

Y de nuevo la multitud
siguió detrás de sus asuntos
rodando con las voces del día.

¡Oh, si la garganta pudiese
lanzar un alarido más fuerte
que el ruido de las ciudades más altas!
¿Quién se apoderará de las calles, sublevadas?
¿Quién podrá desenredar
millares de enredos?
¿Quién detendrá
en el aire y el humo
horadando con los aviones el hollín del cielo?

Desde las cumbres del Ecuador
pasando por Chicago
hasta cruzar la ciudad de Tambov
ruedan los rublos.
Estirándose
corren todos
horadando con su cuerpo
las montañas
los mares y las calles.

Aquel mismo con calvicie
conduce de manera invisible
como principal maestro de baile
el can-can universal.
A veces con el aspecto de una idea,
otras con la pinta del diablo
y muchas otras con el resplandor de dios
que está detrás de las nubes.

Más despacio, filósofos.
Yo sé,
no discutan
sobre las fuentes de la vida.
Para qué romper y arruinar los días
como si fueran las hojas del calendario.
¿Debemos tenerles lástima?
¿Y a mi quién me tiene?
Los parques se tragaron los bulevares,
los jardines y los suburbios.

¡Anticuario!
Muéstreme, quiero comprar un puñal.
¡Qué dulce es sentir
que estoy en vísperas de mi venganza!

Mayakovski a los siglos

¿Adónde voy?
¿Para qué?
Corro por centésima vez,
por las calles zumbando como un colmenar.

Los ojos vuelan con su mirada por cien ventanas,
y veo, es penosa,
absurda
y mezquina
la intimidad ajena.
La ciudad apaga
sus vitrinas y ventanas.
Estoy cansado, abrumado.

Únicamente las nubes
desentrañas sus moles,
bajo el crepúsculo
verdugo-sangriento.

Veo un puente feérico.
Subo
y en terrible inquietud,
contemplo todo desde allá.
Recuerdo,
estuve de pie sobre el puente.
Ese brillo
se llamaba entonces, el neva.

Aquí hubo una ciudad,
una ciudad absurda,
arrancada del humo,
de un bosque de chimeneas.
En esta misma ciudad
comenzaron las noches
brumosas, blancas, brumosas.

Fue a fines de Julio.
Encendido por el insomnio
deliraba murmurando algo,
a veces veía la cruz roja
del camión de la asistencia pública,
otras veces me perseguía el estampido de un balazo.

Callaba y volvía.
Yo sé.
Al que es como yo
se calienta fácilmente,
desde luego, pero sin embargo,
es algo salvaje
ver continuamente el mismo rostro
en cada farol, en cada objeto.
¿Quién tuvo una obsesión semejante?

Y veo sobre la casa
cómo bajas tú por un arriesgado declive
y los rayos del sol los juntas en haces.
Me acerco a través de la bruma
y desapareces en mis propias narices.
De nuevo estoy de pie, mudo y absorto.

Los trasnochadores de la ciudad
ya se debandan.
Siento su voz,
hasta su respiración,
hasta el olor de su piel
y creo que es un fantasma,
pero está viva.
Avanza de pronto,
surge del aire.
Le es poco estar sola.
Viene con un cortejo
y mi corazón revive,
y vuelve a caer pesado.
De nuevo renacen en mí
todos los tormentos terrenales.
De nuevo,
¡viva mi sublime locura!

Los faroles están en medio de la calle.

Las calles se parecen
y como si fuera desde un nicho
sale la cabeza modelada de un caballo.
-¿Oiga,
esta es la calle Yukovsky?

Me miran como los niños miran a un esqueleto.
Los ojos grandes eluden la mirada.

Por ella anduvo Mayakovski mil años.

“Aquí se suicidó
en la puerta de su amada”.
¿Quién?
¿Yo me suicidé?
¡Cuentos!
Corazón, modélate de nuevo,
con alegría resplandeciente.
Vuelo hacia su ventana.
Estoy acostumbrado al cielo.
¡Es tan alto!

Subo piso por piso.
Me paso y vuelvo.
Entro. Miro detrás de la cortina.
Está todo igual.
El dormitorio es el mismo.

Pasaron miles de años
y ella está igual, juvenil.
Está acostada.
El cabello suelto.
La luna azulada.
Un instante…
no era la luna,
era la calvicie del marido a su lado.

¡Los encontré!

Ahora que duermen,
mi mano aprieta el puñal,
me aproximo cauteloso, observando.
Y de nuevo
siento que amo.
Retrocedo,
voy cediendo al amor, a la compasión.

¡Buenos días!
Encendieron las luces.
Veo dos ojos salientes.
“-¿Quién es usted?”
“-Yo, Nicoláev, el ingeniero.
Esta es mi casa.
¿Y usted quién es?
¿Por qué se mete con mi mujer?”

La habitación es ajena.
Tembló la mañana,
con un tic en la comisura de los labios.
Me miraba una mujer,
ajena y desnuda.

Salgo corriendo,
destrozado de sombras,
enorme, desmelenado.
Camino por la pared
cubierta por la luna.
Los vecinos salen de sus cuartos
ajustando los batones.
Paso golpeando con los tacos.
A golpes echo al portero a un rincón.
“-¿La del 42,
a dónde se ha ido?”
“-El cartelito dice:
entraron por la ventana
y estaban todos tirados,
cuerpo sobre cuerpo”.

¿Y ahora a dónde voy?
¡A donde mis ojos me lleven!
¿Al campo?
¡Al campo!
¡Tra-la-la-la-la-lá!
¡Tra-la-la-la-la-lá!

La cuerda ajusta su nudo en mi garganta.
Me quemaré en este verano abrasador.
Suenan los grilletes en mis manos
de este amor de poder milenario.

Se acabará el mundo,
desaparecerán todos,
y entonces aquel,
que mueve la vida,
me iluminará sobre la oscuridad del planeta
usando su último rayo de sol
y estaré yo, de pie,
solo con mi dolor,
agudo y rodeado de fuego,
de la fogata inapagable
de este absurdo amor.

Final

Recibe en tu inmenso seno,
nuevamente,
a este desamparado.
¿Y ahora cómo está el cielo?
¿Cuál es mi estrella?
Miles de iglesias
bajo mis pies
elevaron su voz
y entonaron en el mundo:
“¡descansa en paz!”

(Traducción de Lila Guerrero).


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