En días lejanos
-cuando no ahorraba en aliento-
tramé un garabato legible
sequé la tinta sobre el pergamino,
concilié la galaxia lejana y al
astrónomo
y al astrónomo al faraón.
Fui herrero de un ejército
en las temporadas previas a la guerra.
Salé carne antes de la hambruna.
Con la fuerza de mi espalda apaleé
arena
para construir el dique
que aplacó la inundación.
Deslicé la gota de veneno
que rebalsó el vaso del déspota.
Hundí mi daga hasta la empuñadura
en el cuello del coronel
que dio la orden de degollar a miles:
lo apagué como hacen los espejos.
Martillé el Lee Enfield:
fallé algunos disparos,
acerté la mayoría.
Transformé plomo en oro,
hasta que un cansancio de arsénico
me hundió los hombros y me tendió
más de doscientos años.
Son ecos ahora,
lluviosas recaídas de una única escena
repetida.
Todo ese tiempo me hizo falta para
descansar,
arroparme en el tibio hueco del
subsuelo,
deseando con locura
que cielo y tierra desaparecieran
en una pulsión idéntica:
así de falta me hacía la muerte.
***
Un refugio
apenas una lona servirá,
cualquier cobertizo.
Un conjuro de amparo
por cada palabra revelada
para ungirme la boca con viento
en vez de arena:
esto soñaba bajo la cripta.
Sobre ella,
me abandoné en atropellos cotidianos:
como hombre atesoré tormentos,
fulminantes como fuego fraguando la
carne;
acumulé riqueza,
mendigué ilusiones como dientes sanos
hasta el embate de la cordillera.
A algunos nos apadrinó el plomo,
a otros la malicia:
¿quién juzgará quién fue más cruel?
Tuve diez mujeres trabajando para mí,
niñas y cuarentonas,
que se acostaban con quien ordenase.
Tuve una fundición de cobre en las
afueras,
llegaban en carros tirados por caballos
-anémicos, extenuados, reumáticos-,
les pagaba con otras formas del metal
y rehacían, felices, el camino de
vuelta.
Deambulé en viajes perpetuos
por regiones desconocidas,
almorcé en el norte de Brasil,
cené en la Patagonia,
amé las avenidas
como un marinero ama el velamen.
Envolví con un golpe de ojo
cientos de heridos careándose al sol
celando un sitio extranjero,
escapando de una libertad propia,
fulminados por una fiebre tan europea
como ajena.
Me alegré por ser inmune,
eché a rodar una carcajada furiosa
desde la cima de un cerro
hasta la muralla de piedra:
la derribé con una lengua de pólvora,
en un ansioso jadeo de lujuria de ruina.
Las ratas se abren paso a través de los
tablones:
me huelen,
me lamen,
pasan de largo,
no reconocen mi carne porque está firme
todavía.
Un refugio
apenas una lona me sirve,
cualquier cobertizo.
***
Soy dueño y señor
de mi propio entreacto;
no me tienta
el menor deseo
de incorporarme.
Ni el recuerdo de largos días de camarote
en barcos sin nombre ni bandera,
contando el oro en lingotes,
acuñado,
en metros cúbicos,
fatal y despiadado.
Ni por desafiar la caída
a través de países en conflicto
con navajas de deshilar tejidos
como únicas credenciales.
Ni los paseos
por el túnel de la calle cuarenta y dos
o el recuerdo
del primer fascista
que derrumbé a cuchilladas
maldiciendo a cristo
y a la virgen.
En el reverso de mi suerte
el agua siempre regresaba a la orilla,
y un peligro sin riesgos
dejaba de ser un peligro.
Supliqué por un poco de demencia
o de amor
cenas sin panes ni cuchillos
ríos revueltos
donde no hubiera tiempo
para el sueño de los peces
y sólo conseguí
un agua del fondo del océano,
-densa espesa impenetrable-
consistente como el acero.
***
Encerrado como estaba
como una fiera en el cubil
-cúbico calabozo negro-,
en tranquila aceptación de la fecha
estática
y cumpliendo el deseo de tantos
de dormir sin orillas.
Falsificando subsuelo por años,
no sabía que se podían almacenar
recuerdos
durante tanto tiempo.
Pienso que este ocaso
no es terrible,
sino un descanso amoroso,
y descubro de a poco cuánto ansío
que se desplome de una vez
esta cortina de tierra y crepúsculo,
deseo con locura
respirar por primera vez,
yo,
lo digo yo
que respiré por primera vez incontables
veces.