sábado, 17 de febrero de 2018

"Cantos de Maldoror" - Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) - 1869

CANTO CUARTO (fragmento)

Estoy sucio. Los piojos me roen. Los cerdos, cuan­do me miran, vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amari­llento. No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un estercolero, crece un enorme hongo, de pedúnculos umbelíferos. Senta­do en un mueble deforme, no he movido mis miem­bros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raí­ces en el suelo, y componen, hasta la altura de mi vien­tre, una especie de vegetación vivaz, llena de innobles parásitos, que no deriva aún de la planta, y tampoco es ya carne. Sin embargo mi corazón late. Pero ¿cómo podría latir si la podredumbre y las exhalaciones de mi ca­dáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo nutrieran en abundancia? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y, cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape uno y vaya a arañar con su boca el inte­rior de vuestro oído: sería capaz de penetrar a conti­nuación en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que les da caza perpetuamente para no morirse de hambre: todos tenemos que vivir. Pe­ro cuando una parte hace que fracase la astucia de la otra, al no encontrar nada mejor con que molestarse, chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: estoy acostumbrado. Una víbora perversa ha devora­do mi verga y ha ocupado su lugar: la muy infame me ha convertido en un eunuco. ¡Oh, si hubiera podido defenderme con mis brazos paralíticos! Aunque creo más bien que se han transformado en dos leños. Sea lo que sea, es importante advertir que la sangre ya no acude a pasear hasta ellos para pasear su rubor. Dos pequeños erizos, que no crecen más, arrojaron a un perro, que no lo rechazó, el interior de mis testículos: lavada cui­dadosamente la epidermis, ellos se alojaron dentro. El ano ha sido obstruido por un cangrejo; animado por mi inercia, custodia la entrada con sus pinzas y me ha­ce mucho daño. Dos medusas atravesaron los mares, súbitamente atraídas por una esperanza que no les ha defraudado. Examinaron con cuidado las dos partes carnosas que forman el trasero humano, y, asiéndose con fuerza a su contorno convexo, las han aplastado de tal forma por medio de una presión constante, que los dos trozos de carne han desaparecido, quedando dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, igua­les en color, forma y ferocidad. No habléis de mi columna vertebral porque es una espada.  Sí, si...no le pres­taba atención...vuestra demanda es justa. ¿Deseáis sa­ber, no es cierto, cómo se encuentra implantada verti­calmente entre mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo con mucha claridad; sin embargo, si me decido a considerar un recuerdo lo que acaso no es más que un sueño, sabed que el hombre, cuando supo que yo había hecho voto de vivir en la enfermedad y la inmovilidad hasta haber vencido al Crea­dor, caminó detrás de mí, de puntillas, pero no tan sua­vemente como para que yo no lo oyese. Luego no escuché nada, durante unos instantes que no fueron muy largos. El agudo puñal se hundió hasta la empuñadura entre los omóplatos del toro de la fiesta y su osamenta se estremeció como un temblor de tierra. La hoja quedó ad­herida con tanta fuerza al cuerpo que nadie, hasta hoy, ha podido extraerla. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos han intentado sucesivamente los procedimientos más diversos. ¡Ignoraban que el mal que hace el hombre no puede deshacerse! Perdoné la profundidad de su innata ignorancia y les saludé con mis párpados. Viajero, cuando pases cerca de mí, no me dirijas, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: de­bilitarías mi valor. Déjame avivar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete... que no te ins­pire ninguna piedad. El odio es más altivo de lo que crees; su conducta es inexplicable, como la aparente quebradura de un bastón sumergido en el agua. Aquí co­mo me ves, puedo hacer todavía excursiones hasta las murallas del cielo, a la cabeza de una legión de ase­sinos, y volver a tomar esta postura y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de la venganza. Adiós, no te retendré por más tiempo, y, para instruirte y preservarte, reflexiona en la suerte fatal que me ha conducido a la rebelión, cuando es probable que haya nacido bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y, tomándolo de la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te extrañarás de verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recom­pensarás con una sonrisa. Pero, cuando crea que no es observado, dirige tus ojos a él y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado el descen­diente de la raza humana, pero no te engañará más: a partir de ahora sabrás qué va a ser de él. Oh padre desgraciado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el indeleble cadalso que cortará la cabeza de un criminal precoz y el dolor que te mostrará el camino que lleva a la tumba.
(Traducción de Manuel Serrat Crespo).

Ilustración de Salvador Dalí


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