Acto I, escena I.
Manfredo se ha desvanecido.
Hablan los siete Espíritus.
I
Cuando la luna esté sobre las olas,
reluzca la luciérnaga en la hierba
y la estrella fugaz sobre el sepulcro
y el fuego fatuo brille en el pantano,
cuando recorra el cielo algún cometa,
ululen las monótonas lechuzas
y en los montes estén las hojas mudas,
mil alma estará también sobre la tuya
con un poder y un signo misteriosos.
II
Aunque duermas un sueño muy profundo,
nunca tendrás tu espíritu dormido.
Hay sombras que jamás desaparecen
e ideas que nunca consigues apartar;
en virtud de un poder que desconoces,
ya no podrás estar contigo a solas;
inmóvil, como envuelto en un sudario,
te encuentras en la cumbre de una nube;
por siempre has de vivir, como embrujado,
prendido por la magia de este hechizo.
III
No me verás pasar, pero tus ojos
han de sentir mi tránsito invisible,
como algo que estará donde tu vayas
y estuvo junto a ti; cuando te vuelvas
mirando alrededor, has de asombrarte
de que, como a tu sombra, no me encuentres,
y ese poder que aprecias y practicas
lo tendrás que encubrir ante los otros.
IV
Como una maldición te ha bautizado
una mágica voz muy armoniosa
y del aire un espíritu en su trampa
te ha forzado a caer; hay en el viento
una voz que gozar ha de impedirte,
y la noche también ha de negarte
la quietud de su bóveda estrellada;
ha de cegarte el sol hasta tal punto
que ansiarás las sombras del crepúsculo.
V
Destilé de tus lágrimas mentirosas
una esencia letal muy poderosa;
te exprimí el corazón y sangre negra
obtuve de su fuente más oscura.
Luego arranqué también esa serpiente
que había en el helecho de tu risa;
de tus labios sorbí el encantamiento
que prodigó su mal más importante,
y al probar los venenos conocidos
vi que el más destructor es el que exhalas.
VI
Por ese corazón tuyo tan frío,
por la sierpe que vive en tu sonrisa
y el abismo insondable de tu astucia,
por esa hipocresía en que te encierras,
la rara perfección con que consigues
que tu mal corazón pase por bueno,
por disfrutar al ver que otros padecen,
tu hermandad de Caín, te condenamos
a que lleves en ti tu propio infierno.
VII
En tu frente la pócima derramo:
ella te forzará a ponerte a prueba,
morir jamás podrás ni hallar descanso;
tu destino cruel será en lo sucesivo:
ansiar la muerte al tiempo que la observas
con íntimo terror. ¡Mira en tu entorno!:
ya ejerce el maleficio sus efectos
y te sujetan firmes sus cadenas;
cerebro y corazón, conjuntamente,
oyeron tu sentencia. Ahora, Manfredo,
marchítate también como esas hojas.
John Martin, "Manfredo y la bruja de los Alpes", 1837
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