Nunca descansé,
tampoco dormí.
Algunos llamarán sueño a este pensamiento prolongado,
incesante, indomable.
Cerré los ojos del primer martillazo
hasta el último crujido de la madera,
campanada fértil
que vino a demostrar
el fin del tiempo
de esta eternidad.
No temí durante el sosiego,
mi nombre recorría de oriente a occidente
como un veneno robando la risa de niños y ancianos;
pero un emblema del olvido coronó mi tumba
cada uno de los días.
Di la última mirada hacia los días memorables
inmóvil bajo la cumbre de una piedra solitaria,
en pie hasta el ascenso del día.
Cuántas jornadas llevé allí, no las conté,
a salvo como estaba de las tormentas y el deleite.
No fui un hombre,
fui carne quieta.
¡Qué placer esta muerte!
***
Llega un nuevo enterrado vivo,
mientras los demás cuerpos estáticos
velan los despojos del continente,
una sombra
arremete con cerrazón de plomo
y anticipa la única noche eterna.
En vilo entre dos abismos,
me topé con la fosa
antes de la sepultura.
Los cuerpos orientados al oeste,
los tejidos disueltos en paralelo.
Toco mis ojos cautivos,
prensados bajo las tablas
-insistentes exactas sosegadas-
los protejo de una luz que no está allí,
una astilla nunca abandonó mis pupilas.
Me toco la cara, la boca,
la frente de nuevo,
escucho al mar palpitando a mi espalda.
En el hemisferio vecino, y en este,
remontan murallas flamantes
en millas a nuestra redonda;
reducen a lotes lo que eran praderas
y son las mismas murallas
desde antes de ser edificadas;
los agrimensores miden los campos linderos
amplifican el santo campo:
aún inmune,
todavía no creo que la muerte haya deshecho a tantos.
***
No se detienen los visitantes nocturnos,
entablados al nervio indolente
de los clavos de acero.
No se detienen:
están armados con palas
y uñas de metal.
Rajan la piedra silvestre,
atraviesan los mantos de granito,
destazan la corteza áspera,
alumbran los cráneos con linternas,
-por primera vez se reúnen con la luz-
desfloran su reposo de calcio,
los pulverizan a marronazos,
arrebatan los dientes de oro,
cercenan falanges,
liberan los anillos muertos,
reanudan el desfile de insignias humilladas,
y huyen:
temen más al hambre
que al saqueo del tiempo quieto.
***
Habito el hueco,
reino la clausura;
aquí no hay infinito
aquí se revive el infinito a cada instante
aquí el infinito es cada instante.
Respiro mi propio aire,
navego mi propio río.
No pienso
ni escribo
sobre mi propio sosiego:
defiendo con entusiasmo un conjuro secreto,
para burlarme del peso del mármol
(el maestro escultor que lo trabajó,
padre primigenio de la piedra,
era un artesano asiático
delicado cribador de arena
e ilusionista de caprichos occidentales,
escoltaba la forma a puñetazos,
y fue dueño de cuantos ojos se posaron en su obra).
Igual
el mármol se pulveriza,
es obra de hombres,
no de eternidad.
Es humana la forma,
vean al otro,
al de al lado,
aprieten la mano,
prémiense con el reflejo,
vean.
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