La dulce belleza de la palabra
latina rozó la obscuridad de la noche con un roce más tenue y más
persuasivo que el de la música o el de una mano de mujer. Y las
almas de ambos quedaron aquietadas. A través de la obscuridad pasaba
silenciosamente la figura de una mujer tal como aparece en la
liturgia de la Iglesia: vestida de blanco, débil y esbelta como un
muchacho, el ceñidor amplio y caído. Desde un coro distante llegaba
su voz, frágil y de timbre agudo como la de un niño: primeras
palabras de mujer que atraviesan por entre el misterio y el clamor de
la pasión del Domingo de Ramos.
—Et
tu cum Jesu Galilaeo eras.
Y
todos los corazones se sentían conmovidos y se volvían hacia
aquella voz radiante como una estrella nueva, como una estrella que
brillara con más claros resplandores hacia la mitad de las palabras,
y más débilmente al expirar de la cadencia.
La
canción cesó. Siguieron adelante mientras Cranly repetía el fin
del estribillo haciendo resaltar el ritmo fuertemente:
Y
cuando nos casemos,
¡oh,
qué feliz la vida así!
Que
amo a la dulce Rosie O'Grady
y
Rosie O'Grady me ama a mí.
—Eso
sí que es verdadera poesía —dijo—. Eso sí que es verdadero
amor.
Miró
de lado a Stephen con una extraña sonrisa y añadió:
—¿Crees
que eso es poesía? ¿Comprendes el sentido de las palabras?
—Lo
que quiero es encontrar a Rosie primero —contestó Stephen.
—Es
fácil de encontrar —dijo Cranly.
El
sombrero se le había calado hasta la frente. Se lo echó hacia atrás
y bajo la sombra de los árboles pudo Stephen ver la frente pálida y
encuadrada en la obscuridad de Cranly, y sus grandes y profundos
ojos. Sí. Su rostro era hermoso, y su cuerpo fuerte y recio. Había
estado hablando del amor maternal. Podía por tanto comprender los
sufrimientos de las mujeres, la debilidad de sus cuerpos y de sus
almas. Y sabría defenderlas con brazo fuerte y resuelto, e inclinar
ante ellas su espíritu.
¡Partir,
pues! ¡Era tiempo de partir! Una voz estaba aconsejando en voz baja
al solitario corazón de Stephen, invitándole a partir y
anunciándole que aquella amistad estaba tocando a su término. Sí:
se iría. No podía luchar contra otro. Sabía bien cuál era su
papel.
—Probablemente
-me iré —dijo.
—¿A
dónde? —preguntó Cranly.
—A
donde pueda —contestó Stephen.
—Sí
—dijo Cranly—. Te podría resultar difícil el vivir aquí ahora.
¿Pero es esa la causa de que te vayas?
—Tengo
que irme —contestó Stephen.
—Porque
creo —continuó Cranly—, que si no sientes ganas de irte, no te
debes considerar arrojado como un hereje o un proscrito. Hay muchos
buenos creyentes que piensan como tú. ¿Qué, te sorprende? La
Iglesia no es el edificio de piedra, ni los curas, ni sus dogmas. La
Iglesia es la masa total de los que han -nacido dentro de ella. No sé
qué es lo que pretendes hacer en esta vida. ¿Es lo que me dijiste
aquella noche que estábamos al lado de la estación de Harcourt
Street?
—Sí
—contestó Stephen sonriendo a pesar suyo, ante aquella manía de
Cranly de recordar ideas asociándolas siempre a sitios—. Sí:
aquella noche en que perdiste media hora discutiendo con Doherty
acerca del camino más corto para ir de Sallygap a Larras.
—¡El
muy alma de cántaro! ¿Qué sabe él del camino de Sallygap a
Larras? O, mejor: ¿qué idea puede tener él de todo eso con aquella
cochina bacinilla que Dios le ha dado por cabeza?
Se
echó a reír sonora y ampliamente.
—Bien
—dijo Stephen—. ¿Te acuerdas de lo demás?
—¿De
lo que me dijiste? —preguntó Cranly—. Sí, me acuerdo. Descubrir
una manera de vida o de arte, en la cual tu alma pudiera expresarse a
sí misma con ilimitada libertad.
Stephen
se quitó el sombrero en señal de asentimiento.
—¡Libertad!
—repitió Cranly—. Y sin embargo, no eres bastante libre para
cometer un sacrilegio. Dime: ¿serías capaz de robar?
—Primero
pediría —contestó Stephen.
—Y
si no te dieran nada, ¿robarías? —Lo que pretendes —respondió
Stephen— es que diga que los derechos de propiedad son
provisionales y que en ciertas circunstancias no es ilegal el robar.
Todo el mundo obraría en conformidad con esta creencia. He aquí la
razón por la que no te he de contestar de ese modo. Pregúntale al
teólogo jesuita Juan de Mariana, natural de Talavera, el cual te
explicará en qué circunstancias te es lícito matar a tu rey y si
es preferible el darle un bebedizo o untarle el veneno en el traje o
en la silla de montar. Pregúntame a mí más bien si toleraría el
que otros me robaran o si, dado que lo hicieran, sería capaz de
exigir para ellos eso que según creo se llama el castigo del brazo
secular. —¿Y serías capaz?
—Creo —dijo Stephen— que
ello me produciría tanto dolor como el ser robado.
—¡Ya!…
—dijo Cranly. Sacó su cerilla y se puso a limpiarse la juntura de
dos dientes. Después, como sin darle importancia, dijo:
—Dime,
por ejemplo: ¿serías capaz de desflorar a una virgen?
—Perdona
—dijo cortésmente Stephen—, pero, ¿no es eso lo que constituye
la ambición de la mayor parte de los hijos de familia?
—¿Cuál
es entonces tu punto de vista? —preguntó Cranly.
Esta
última frase excitó el cerebro de Stephen: la sentía gravitar
sobre su espíritu como una nube de humo de un olor acre y
deprimente.
—Mira,
Cranly —dijo—. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es
lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No
serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi
hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún
modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan
plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas
armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.
Cranly
le cogió por el brazo y le hizo girar tal como para hacerle volver
hacia Leeson Park. Se echó a reír casi disimuladamente y oprimió
el brazo de Stephen con un cariño de mayor en edad.
—¡Astucia!
—dijo—. Pero, ¿eres el mismo? ¿Tú, pobre poeta, tú?
—Y
tú has sido quien me lo ha hecho confesar —dijo conmovido por
aquel contacto Stephen—, lo mismo que te he confesado tantas otras
cosas, ¿no es cierto?
—Sí,
hijito —contestó Cranly, riéndose aún.
—Me
has hecho confesar los miedos que siento. Pero te voy a decir ahora
cuáles son las cosas que no me dan miedo. No me da miedo de estar
solo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abandonar lo que tenga que
abandonar, sea lo que sea. No me da miedo el cometer un error, aunque
sea un error de importancia, un error de por vida, tan largo tal vez
como la misma eternidad.
Cranly,
serio de nuevo, retardó el paso y dijo:
—Solo,
completamente solo. No te da miedo de eso. Pero, ¿sabes lo que esa
palabra quiere decir? No solamente el estar separado de todos los
demás, sino más aún, el no tener ni siquiera un amigo.
—Correré
el riesgo —afirmó Stephen.
—Y
no tener ni aun aquel ser querido —dijo Cranly— que es para el
hombre más que un amigo, más que el amigo más noble y fiel que en
el mundo pueda existir.
Al
hablar, parecía como si sus palabras estuviesen hiriendo alguna
profunda cuerda de su propia alma. ¿Había hablado de sí mismo, de
sí mismo tal como era o tal como deseaba ser? Stephen observó por
algunos instantes el rostro de su amigo. Había una fría tristeza en
aquel rostro. Había hablado de sí mismo; era el temor de su propia
soledad.
—¿De
quién estás hablando? —preguntó por fin Stephen.
Cranly no
contestó.