Apenas él le amalaba el noema, a
ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en
sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se
enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo,
sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se
le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el
principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios,
consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se
entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y
paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las
mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo
en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del
murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían
las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las
gunfias.
martes, 21 de junio de 2022
"Rayuela" : capítulo 68 - Julio Cortázar (1963)
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