Sobré
silencio.
Callé
tanto tiempo
que
el olvido se adueñó de mi mente
y
de mi memoria,
en
parte.
Aprendí
el idioma celeste
a
ver si me acercaba al menos una centésima de decimal
a
tu lengua de pájaro nuevo,
a
tus palabras de pleamar sin cerrazón.
Sabiendo
que no se borra la sed con agua,
insistí
en el naufragio
y
celebré la hinchazón de mis pulmones
con
la fragilidad de la lluvia.
Anotaba,
descoyuntado,
cuanta
palabra caía a mi alcance
-
o vocales violetas, como ánima Omega -
para
coserlas a un aroma de nacimiento desconsolado,
conjurar una ventana abierta de par en par al bautismo del viento,
forjar
el verbo a martillazos de ola insistente
malear complicidad de sangre con aureola de almanaque.
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