lunes, 15 de octubre de 2018

"Trópico de Cáncer" - Henry Miller (1934)

El olor que despide la mantequilla rancia al freír no es apetitoso precisamente, sobre todo cuando se cocina en una habitación en que no hay la menor forma de ventilación. Tan pronto como abro la puerta, me siento enfermo. Pero Eugene, en cuanto me oye llegar, suele abrir los postigos y retirar la sábana que está colgada como una red de pescar para que no entre el sol. ¡Pobre Eugene! Mira por la habitación los cuatro trastos que componen su mobiliario, las sábanas sucias y la palangana de lavar la ropa todavía con agua sucia, y dice: «¡Soy un esclavo!» Todos los días lo dice, no una, sino una docena de veces. Y después coge su guitarra de la pared y se pone a cantar.
Pero volviendo al olor de mantequilla rancia. También provoca sus buenas asociaciones. Cuando pienso en esa mantequilla rancia, me veo de pie en un pequeño patio antiguo, muy hediondo y lúgubre. Por las rendijas de los postigos extrañas figuras me espían: viejas con chales, enanos, proxenetas con cara de rata, judíos encorvados, midinettes, idiotas barbudos. Salen al patio tambaleándose para sacar agua o para limpiar los orinales. Un día Eugene me pidió que le vaciara el orinal. Lo llevé hasta el rincón del patio. Había un agujero en el suelo y papeles sucios tirados alrededor del agujero. Aquel pozo pequeño estaba glutinoso de excrementos, que en inglés se llaman mierda. Vacié el orinal y se oyó un chapoteo y un gorgoteo inmundos seguidos de otro chapoteo inesperado. Cuando volví, la sopa estaba servida. Durante toda la comida, estuve pensando en mi cepillo de dientes: ya está un poco viejo y las cerdas se me quedan entre los dientes.

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