como baja el caudal del río
Eduardo Acevedo hacia la rambla, en el exacto lugar.
Si hubiera escrito veinte páginas en este día de lluvia
y que los portales de noticias recogieran mis palabras
y recibiera el día con un café y un gato
con reverencia cortesana.
Si en el tiempo que mi tiempo vale dinero
lo dedicara al anfiteatro de cármica
o al claustro en un diván de la calle Solano Antuña,
me quedaría sin este humo amarillo en las entrañas,
no colgaría como todos los días
esta red de pesca cosida con tendones humanos,
cruzaría la noche, resplandeciente como siempre, rodeado de una llama.
Me pregunto qué tipo de virtudes perseguiría
si ese mundo no se empantanara en los terrones
calcinados de esta piedra volcánica.
La ridiculez de un bailarín sin música
y cada fin de semana de alborotos sordos
chispea la cera en la llama,
y en la llama puedo ver
qué especie de secreto irregular me aguarda
sin voces de niños en los rincones
y un llanto cuyo origen no alcanzo a comprender.
Reservaré mis dudas para siempre,
si es más agonía o placer:
ni pena ni placer humano resplandecen en las estrellas.
En el centro mismo de mi mente
gira sin punto de apoyo
ese paciente ejecutor de la angustia,
vagabundo del desenlace,
estará allí de cualquier forma.
Deseará siempre que desaparezca, pero su destino es permanecer allí,
paciente como una tumba,
huésped de las posibilidades.
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