Llueve ceniza, como en Pompeya en Agosto.
Es el calor de la tarde que incinera,
es el sol de tiniebla
congelada, inacabada, nubosa,
astilla cósmica, deshilachada germinal.
No hay otro misterio que el de la sombra,
los demás se explican apenas verlos:
en la travesía de una gota asoma el porvenir;
basta como ejemplo la breve corona que aparece
cuando se despedaza contra la calzada.
Se abren sospechas como frente a un libro
cualquiera:
¿el aire también se repite?
¿es eterno el derrumbe?
¿mejor saber si hay nada?
El mercurio sube y baja inmóvil;
el barómetro es inútil ante otro tipo de contrapeso,
en su eje, gira sola la veleta.
Con estas lecturas nos arrullaron
años y años las noticias de las ocho.
Tanto satélite, tanto cronómetro que
olvidamos
que el veredicto lo dará el viento astillando
contra la bahía,
y no los granos de arena que trazan cuánto es
una hora.
Aunque llueva y no despeje hasta el fin de
semana,
aunque enmudezca y desvente sobre el final
del día
y el aguacero ceda frente al pampero,
la oración de la tormenta revele la paz tras
los nubarrones,
en cada nueva nube
la garantía furiosa del desierto.
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