En un
tiempo pensaba que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un
hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me siento
orgulloso al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los
gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios. No tengo nada
que ver con la maquinaria crujiente de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra!
Digo esto con la cabeza reclinada en la almohada y siento los cuernos que me
brotan en las sienes. Veo a mi alrededor a todos esos antepasados míos bailando
en torno a la cama, consolándome, incitándome, flagelándome con sus lenguas viperinas,
sonriéndome y mirándome de reojo con sus siniestras calaveras. ¡Soy inhumano!
Lo digo con una sonrisa demente, alucinada, y seguiré diciéndolo aunque lluevan
cocodrilos. Tras mis palabras se encuentran todas esas calaveras siniestras que
sonríen y miran de reojo, unas muertas y sonriendo hace mucho tiempo, otras
sonriendo como si tuvieran trismo, otras sonriendo con la mueca de una sonrisa,
el sabor anticipado y las consecuencias de lo que ocurre siempre. Más clara que
nada veo mi propia calavera sonriente, veo el esqueleto bailando al viento,
serpientes saliendo de la lengua podrida y las ampulosas páginas de éxtasis
sucias de excrementos. E incorporo mi lodo, mi excremento, mi locura, mi
éxtasis al gran circuito que circula a través de los subterráneos de la carne.
Todo ese vómito espontáneo, indeseable, de borracho, seguirá manando sin cesar,
a través de las mentes de los que han de venir, a la vasija inagotable que
contiene la historia de la raza. Codo a codo con la raza humana corre otra raza
de seres, los inhumanos, la raza de los artistas que, estimulados por impulsos
desconocidos, toman la masa inerte de la humanidad y, mediante la fiebre y el
fermento de que la imbuyen, convierten esa pasta húmeda en pan y el pan en vino
y el vino en canción. Con el abono muerto y la escoria inerte producen una
canción que se contagia. Veo esa otra raza de individuos saqueando el universo,
dejando todo patas arriba, con las manos siempre vacías, siempre tratando de
agarrar y asir el más allá, el dios inalcanzable: matando todo lo que está a su
alcance para calmar al monstruo que les roe las entrañas. Lo veo cuando se
arrancan el cabello en su esfuerzo por comprender, por aprehender lo que es
eternamente inalcanzable, lo veo cuando braman como bestias enloquecidas y se
precipitan dando cornadas, veo que está bien y que no hay otro camino. Un
hombre que pertenezca a esa raza ha de subir al lugar más alto y arrancarse las
entrañas, mientras pronuncia palabras incoherentes. ¡Está bien y es justo,
porque debe hacerlo! Y todo lo que se quede corto con respecto a ese
espectáculo espantoso, todo lo que sea menos escalofriante, menos aterrador,
menos demencial, menos embriagado, menos contagioso, no es arte. El resto es
falso. El resto es humano. El resto corresponde a la vida y a la ausencia de
vida.
Cuando
pienso en Stavrogin, por ejemplo, pienso en un monstruo divino erguido en un
lugar elevado y arrojándonos sus entrañas desgarradas. En Los poseídos la
tierra tiembla: no es la catástrofe que sobreviene a un individuo imaginativo,
sino un cataclismo en que una gran parte de la humanidad queda sepultada,
aniquilada para siempre. Stavrogin era Dostoyevski y Dostoyevski era la suma de
todas esas contradicciones que o bien paralizan a un hombre o bien le conducen
a las alturas. Para él no había mundo demasiado bajo como para que no pudiera
entrar en él ni lugar tan alto como para que temiese subir a él. Recorrió toda
la escala, desde el abismo hasta las estrellas. Es una lástima que no vayamos a
tener otra vez la oportunidad de ver a un hombre colocado en el centro mismo
del misterio e iluminando para nosotros, con sus relámpagos, la profundidad e
inmensidad de las tinieblas.
Hoy
tengo conciencia de mi linaje. No necesito consultar mi horóscopo ni mi árbol
genealógico. De lo que está escrito en las estrellas, o en mi sangre, no sé
nada. Sé que desciendo de los fundadores mitológicos de la raza. El hombre que
se lleva la botella sagrada a los labios, el criminal que se arrodilla en el
mercado, el inocente que descubre que todos los cadáveres apestan, el fraile
que se levanta las faldas para mearse en el mundo, el fanático que explora las
bibliotecas para encontrar la Palabra: todos ellos están fundidos en mí, todos
ellos provocan mi confusión, mi éxtasis. Si soy inhumano es porque mi mundo ha
sobrepasado sus límites humanos, porque ser humano parece algo pobre,
lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por preceptos
morales y códigos, definido por trivialidades e ismos. Estoy echándome el jugo
de la uva por el gaznate y descubro la sabiduría en él, pero mi sabiduría no
procede de la uva, mi embriaguez no debe nada al vino...
Quiero
desviarme de estas altas y áridas sierras donde se muere uno de sed y de frío,
de esta historia «extratemporal», de este absoluto de tiempo y espacio en que
no existen ni hombres, ni animales, ni vegetación, donde se vuelve uno loco por
la soledad, por el lenguaje que es sólo palabras, donde todo está
desenganchado, desencajado, descompasado en relación con los tiempos. Quiero un
mundo de hombres y mujeres, de árboles que no hablen (¡porque ya se habla
demasiado en el mundo, tal como es!), de ríos que te lleven a algún lugar, no
ríos que sean leyendas, sino ríos que te pongan en contacto con otros hombres y
mujeres, con la arquitectura, la religión, las plantas, los animales: ríos que
tengan barcos y en los que los hombres se ahoguen, no se ahoguen en el mito y
la leyenda y los libros y el polvo del pasado, sino en el tiempo y el espacio y
la historia. Quiero ríos que hagan océanos como Shakespeare y Dante, ríos que
no se sequen en el vacío del pasado. ¡Océanos, sí! Que haya más océanos,
océanos nuevos que borren el pasado, océanos que creen nuevas formaciones
geológicas, nuevas perspectivas topográficas y continentes extraños y aterradores,
océanos que destruyan y preserven al mismo tiempo, océanos en los que podamos
navegar, zarpar hacia nuevos descubrimientos, nuevos cataclismos, más guerras,
más holocaustos. Que haya un mundo de hombres y mujeres con dinamos entre las
piernas, un mundo de furia natural, de pasión, acción, drama, sueños, locura,
un mundo que produzca éxtasis y no pedos secos. Creo que hoy más que nunca hay
que procurar conseguir un libro aunque sólo tenga una gran página: hemos de
buscar fragmentos, astillas, uñas de los pies, cualquier cosa que tenga mineral
dentro, cualquier cosa capaz de resucitar el cuerpo y el alma.
Puede
que estemos condenados, que no haya esperanza para nosotros, para ninguno de
nosotros, pero, si es así, ¡lancemos un último alarido agónico, espeluznante,
un chillido de desafío, un grito de guerra! ¡Al diablo las lamentaciones! ¡Al
diablo las elegías y las endechas! ¡Al diablo las biografías y las historias, y
las bibliotecas y los museos! Que los muertos se coman a los muertos. Bailemos
los vivos en el borde del cráter, una última danza agónica. ¡Pero una auténtica
danza auténtica!
«Amo
todo lo que fluye», dijo el gran Milton ciego de nuestra época. Pensaba en él
esta mañana, cuando me he despertado con un gran grito horrible de alegría:
pensaba en sus ríos y árboles y en todo ese mundo nocturno que está explorando.
Sí, me he dicho, yo también amo todo lo que fluye: ríos, alcantarillas, lava,
semen, sangre, bilis, palabras, oraciones. Amo el fluido amniótico, cuando se
derrama de la bolsa. Amo el riñón con sus dolorosos cálculos, su arena y qué sé
yo; amo la orina que brota caliente y las purgaciones que no cesan; amo las
palabras de los histéricos y las oraciones que fluyen como la disentería y
reflejan todas las imágenes morbosas del alma; amo los grandes ríos como el
Amazonas y el Orinoco, donde locos como Moravagine van flotando a través del
sueño y la leyenda en un bote descubierto y se ahogan en la desembocadura
invisible del río. Amo todo lo que fluye, hasta el flujo menstrual, que
arrastra el semen que no ha fecundado. Amo las escrituras que fluyen, ya sean
hieráticas, esotéricas, perversas, polimorfas o unilaterales. Amo todo lo que
fluye, todo lo que contiene el tiempo y el porvenir, que nos devuelve al
comienzo donde nunca hay fin: la violencia de los profetas, la obscenidad que
es éxtasis, la sabiduría del fanático, el sacerdote con su letanía pegajosa,
las palabras indecentes de la puta, el escupitajo que va flotando por el arroyo
de la calle, la leche del pecho y la amarga miel que mana de la matriz, todo lo
fluido, fundente, disoluto y disolvente, todo el pus y la suciedad que al fluir
se purifica, que pierde el sentido de su origen, que circula por el gran
circuito hacia la muerte y la disolución. El gran deseo incestuoso es el de
seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con
el aquí y el ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y
paralizado por el pensamiento.