Me
interné en un trópico desconocido
una
segunda mortaja de ramas sin flores
caminos
de hormigas en el barro
helechos
gigantes desmiembro con mis hombros.
La
tierra se va partiendo a cada paso,
desde el continente emigro a un islote
náufrago,
camino con pausa para no irritar a las
alimañas durmientes:
soy intruso en este terreno,
adivino las miradas del tigre entre el
follaje
planeando maniobras de asalto, hijas del
hambre de la mandíbula.
Un rayo de sol se filtra entre las ramas más
altas,
avanzo un paso, vuelvo la vista, se renueva
el lienzo.
Una serpiente enlazada en su rama
silba su siesta de silencio.
Nudos de pulpa verde crecen hasta la cima de
los eucaliptus:
todo aquí se nutre de agua,
de nada más que del agua;
de donde vengo la sed es la norma,
de donde vengo nos nutrimos de sed.
Los jadeos del aire caliente
ondean las hojas más livianas
el calor insoportable
la vegetación lujuriosa
los insectos me rayan la cara
la humedad, las capas de hojas muertas sobre
hojas muertas
que insisten en ser suelo nuevo,
la yedra desprende un olor que espanta a los
pájaros jóvenes
insisto a fuerza de pasos penetrar en la
selva retinta
revienta la tierra de tanta raíz,
estoy de paso, me repito, estoy de paso
revivo de a una palabra a la vez
mi lengua montaraz empuja,
se empeña en demostrar,
empuja para hacer brotar mi discurso como un
río profundo
como el vapor al agua ardiendo;
caminando alcanzo el límite de la arboleda y
de mi paciencia.
Bajo a la ciudad,
y cuanto sea posible bajo un poco más,
hasta la última puerta, y bajo la escalera siguiente,
y los trenes hacen temblar mi cabeza con su
entusiasmo mecánico,
sobre mis sienes zumban turbinas que extraen
el aire dopado,
cargado de electrolitos y azufre,
bajo un poco más en un ascensor trabado en combate
con la ley de gravedad,
peleando a muerte lo más abajo que pueda
llegar
y por los azulejos
desbordaban los ríos subterráneos.
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