domingo, 6 de noviembre de 2016

"Conversación con el inspector fiscal sobre poesía" - Vladimir Mayakovski (1893-1930)

Ciudadano inspector, perdone la molestia.
Gracias, no se preocupe, me quedaré de pie.
Quiero tratar un asunto bastante delicado:
qué sitio ha de ocupar el poeta en las filas obreras.
Igual que los que tienen tiendas y terrenos
también yo debo pagar impuestos.
Usted me pide quinientos al semestre
más veinticinco por no declarar a tiempo.
Mi trabajo es igual a cualquier otro.
Mire cuántas pérdidas, cuántos gastos
invierto en materiales.
Usted sabe naturalmente eso que llaman rima.
Si la primera línea termina en "ajo"
entonces, la tercera, repitiendo las sílabas
debe poner algo así como "cascajo".
Si utilizo su lenguaje, la rima es un cheque,
hay que cobrarlo alternando los versos
y buscas con detalle sufijos y prefijos
en el cofre vacío de las declinaciones, de las conjugaciones.
Tomas una palabra y quieres meterla en la estrofa
pero si no entra y aprietas,
se rompe.
Ciudadano inspector: le juro
que el poeta paga caras las palabras.
Hablando mi lenguaje, la rima es un barril de dinamita,
y la estrofa es la mecha.
La estrofa se consume, y estalla la rima,
y por el aire y la ciudad la estrofa vuela.


¿Dónde hallar, y a qué precio,
rimas que estallen y de golpe maten?
Quizá sólo sean cinco las rimas increíbles
y sin estrenar, perdidas más allá de Venezuela.
Me voy a buscarlas, haga frío, haga calor,
atado por anticipos, préstamos y deudas.
Ciudadano, tenga en cuenta el pago de los viajes.
La poesía toda es un viaje a lo desconocido.
La poesía es como la extracción del radio
-Un año de trabajo para sacar un gramo.
Sacar una sola palabra entre miles de toneladas
de materia prima verbal.
Pero ¡qué ardiente el calor de estas palabras
comparado con la humeante palabra bruta!
Esas palabras mueven
millares de años, millares de corazones.
Claro que hay poetas de distinta calidad.
Muchos de hábil mano,
como prestidigitador, sueltan estrofas de la boca,
suyas y de otros.
Y para qué hablar de los castrados líricos.
Meten un verso ajeno y están felices.
Eso es robo y despilfarro
uno más entre los que azotan el país.
Esos versos y odas aplaudidos hasta la saciedad
entrarán en la historia como gastos accesorios
de lo hecho por dos o tres buenos versos de nosotros.
Muchos kilos de sal habrás de comer
como suele decirse, y fumar cien cigarrillos
hasta sacar la palabra preciosa
de las honduras artesianas de la humanidad.
Rebaje por eso los impuestos,
quítele una rueda a los ceros.
Uno noventa cuestan cien cigarrillos.
Uno sesenta la arroba de sal.
Demasiadas preguntas su formulario tiene:
¿Ha viajado o no ha viajado?
Y si le respondo que en estos quince años
he reventado decenas de Pegasos, ¿qué?
Póngase usted en mi sitio,
piense en el servicio y propiedades.
¿Qué ha de contestarme si le digo que soy caudillo popular
y al mismo tiempo trabajo a su servicio?
La clase obrera vibra en nuestras palabras,
somos proletarios motores de la pluma.
La máquina del alma se gasta con los años.
Dicen entonces: estás gastado, fuera.
Cada vez amas menos, te arriesgas menos
y mi frente desgastada por el tiempo no arremete.
Entonces llega el desgaste mayor,
el desgaste del alma, del corazón.
Y cuando este sol, grande y redondo
se alce en el futuro sin lisiados ni tullidos,
ya me habré podrido, muerto en una cuneta
junto a decenas de mis colegas.
Hago mi balance final.
Afirmo, y no miento:
entre los vividores y actuales fulleros
seré el único con deudas impagables.
Nuestra deuda es aullar como sirenas de bronce,
entre la niebla filistea y el fragor de la tormenta.
El poeta siempre adeuda al universo,
paga con su dolor las multas, los impuestos.
Adeudo las calles de Broadway,
los cielos de Bagdad, el ejército rojo,
los jardines de cerezos del Japón,
todo aquello sobre lo que aún no pude cantar.
Al fin y al cabo ¿para qué tanto jaleo?
¿Para disparar rimas y atronar con el ritmo?
La palabra del poeta es su resurrección,
su inmortalidad, ciudadano inspector.
Dentro de cien años, en un pliego de papel
cogerán una estrofa y resucitarán este tiempo
Y ese día surgirá
con fulgor de asombros, y olor a tinta
le envolverá en su vaho, señor inspector.
Usted, habitante convencido del día de hoy
saque en el Comisariado de Caminos
un pasaje para la eternidad,
calcule el efecto de mis versos,
divida mi salario en trescientos años.
Mas la fuerza del poeta no estriba
en que le recuerden a usted en el futuro y se asusten.
No.
Hoy la rima del poeta es caricia también,
consigna, látigo, bayoneta.
Ciudadano inspector, pagaré cinco
quitando los ceros que van detrás.
Por derecho, yo reclamo un hueco
entre las filas de los obreros y campesinos más pobres.
Y si usted piensa que todo consiste
en saber utilizar palabras ajenas,
entonces, camaradas, aquí tienen mi pluma,
y escriban ustedes cuanto quieran.


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