CAPÍTULO 8. «LOS GENIOS DE TODO EL MUNDO SE DAN LA MANO, Y UN ESCALOFRÍO DE IDENTIFICACIÓN RECORRE TODO EL CIRCULO» ART LINKLETTER (o el monólogo de la ola)
Vivo en un sitio tranquilo, donde
un ruido de noche significa que va a pasar algo: te despiertas
rápido, pensando ¿qué significa eso?
Normalmente, nada. Pero a veces
resulta difícil adaptarse a un trabajo urbano cuando la noche
está llena de ruidos, todos ellos rutina normal. Coches,
bocinas, pisadas… no hay manera de relajarse. Así que lo ahogas
todo con el blanco y delicado rumor de un televisor bizco. Pones
el programa de chimentos entre canales y te duermes apaciblemente…
Ignora esa pesadilla del baño. No
es más que otro repugnante refugio de la Generación
del Amor, otro lisiado, otro condenado, sin remedio que es
incapaz de soportar la presión. Mi abogado nunca ha sido capaz de
aceptar la idea (que tan a menudo exponen drogadictos
reformados y que es especialmente popular entre quienes
están en libertad vigilada) de que te puedes drogar muchísimo más
sin drogas que con ellas.
Claro que en realidad tampoco yo la
acepto.
Pero viví una vez muy cerca del
Dr…, en la calle…un antiguo gurú del ácido que luego
pretendía haber dado ese gran salto del frenesí químico a la
conciencia pre natural. Una hermosa tarde, durante las primeras
embestidas de lo que pronto se convertiría en la Gran Ola del Ácido de San Francisco, paré en casa del Buen Doctor con la idea
de preguntarle (dado que era ya entonces una autoridad
reconocida en drogas) qué tipo de consejo le daría a un vecino que sentía una sana curiosidad por el LSD.
Aparqué allí y subí el camino de césped, deteniéndome en ruta para saludar cortesmente a su
mujer, que estaba trabajando en el jardín bajo el ala de un inmenso
sombrero segador… una buena escena, pensé: el viejo está
dentro preparando uno de sus fantásticos guisos-droga, y ahí
vemos a su mujer en el jardín, podando zanahorias, o lo que sea… canturreando además una melodía que no conseguí
identificar.
Canturreaba, sí… Pero habrían de
pasar casi diez años para que yo identificase de verdad
aquella canción: como Ginsberg perdido en el "OM", estaba intentando
echarme tarareando. Porque no era la señora la que
estaba allí fuera en el jardín: era el buen doctor mismo… y su tarareo
una frenética tentativa de impedirme entrar en su conciencia
superior.
Intenté varias veces explicarme: era sólo un vecino que venía a pedirle al doctor consejo sobre
si era prudente o no engullir un poco de LSD allí en mi choza, al
lado de su casa. En fin, yo tenía armas. Y me gustaba disparar… sobre
todo de noche, cuando salía una gran llama azul, además
de todo aquel ruido… y, sí, las balas, también. Eso no podíamos
ignorarlo. Grandes bolas de plomo/aleación volando alrededor
del valle a velocidades superiores a los mil doscientos
treinta metros por segundo.
Pero yo siempre disparaba a la
colina más próxima, o, en caso contrario, a la oscuridad. No
pretendía hacer daño; sólo me gustaban las explosiones y
procuraba siempre no matar más de lo que pudiese comer.
¿«Matar»? Me di cuenta de que nunca
podría explicar claramente esa palabra a aquella
criatura que trabajaba allí en su jardín. ¿Habría comido alguna vez
carne aquella criatura? ¿Sería capaz de conjugar el verbo «cazar» ? ¿Comprendía el hambre? ¿O aceptaría el terrible hecho de
que mis ingresos eran aquel año de una media de treinta y dos
dólares semanales?
No, no había esperanza de
comunicación allí. Pronto me di cuenta de ello…pero no lo bastante
como para impedir que el doctor Droga me echara canturreando a lo largo de su camino hasta mi coche y luego
colina abajo. Olvida el LSD, pensé. Mira lo que le ha hecho a
ese pobre cabrón.
Así que seguí con el hash y con el ron otros seis meses o así, hasta que me trasladé a San
Francisco y me vi una noche en un sitio llamado «El Auditorio
Fillmore». Y eso bastó. Un terrón de azúcar gris y BUM. Mentalmente,
había vuelto allí, al jardín del doctor. No por la superficie, sino
por debajo de tierra…brotando a través de aquella tierra delicadamente cultivada como una especie de hongo mutante.
Una víctima de la Explosión de la Droga. Un
drogadicto nato de la calle, de los que se comen todo lo que les cae en
las manos. Recuerdo que una noche en el Matrix entró un viajero con un gran paquete a la espalda gritando: «¿Alguien quiere
un poco de L…S…D…? Tengo aquí todo el material. Sólo
necesito un sitio para prepararlo».
El encargado se le echó encima,
murmurando:
—Calma, calma, vamos a la parte de
atrás.
No volví a verle después de aquella
noche, pero antes de que se lo llevaran, el viajero
distribuyó sus muestras, que eran inmensas ampollas blancas. Entre en el retrete de caballeros para tomar la mía. Pero primero
sólo la mitad, pensé. Buena idea, aunque algo difícil de
realizar, dadas las circunstancias. Tomé la primera mitad, pero derramé el resto en la manga de mi camisa roja Pendleton…Y luego,
cuando me preguntaba qué hacer con aquello, vi que entraba
uno de los músicos.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Bueno —dije—. Todo este material
de mi manga es LSD.
No dijo nada: sólo me agarró
el brazo y empezó a chuparlo. Una escena muy rara. Me
pregunté qué pasaría si se aventurase por allí casualmente
algún corredor de bolsa joven/Trío Kingston y nos cazase en
plena función. Que se joda, pensé. Con un poco de suerte, esto
le destrozará la vida… pensará constantemente que detrás
de alguna estrecha puerta, en todos sus bares favoritos, hay
hombres de camisas rojas Pendleton corriéndose juergas
increíbles con cosas que él no conocerá jamás. ¿Se atrevería a
chupar una manga? Probablemente no. Calma. Finge que
no lo viste...
Hunter S. Thompson y Bill Murray (ubicación desconocida, circa 1980) |
Extraños recuerdos en esta
inquietante noche de Las Vegas. ¿Cinco años después? ¿Seis? Parece
toda una vida, o al menos una Era Básica: el tipo de punto
culminante que no se repite. San Francisco a mitad de los sesenta
fueron una época y un lugar muy especiales para quienes los
vivieron. Quizá significase algo, quizá no, a la larga…pero
ninguna explicación, ninguna combinación de palabras o música o
recuerdos puede rozar esa sensación de saber que tú estabas
allí y vivo en aquel rincón del tiempo y del mundo. Significase lo
que significase…
La historia es algo difícil de
conocer, debido a todos esos cuentos pagados, pero aun sin estar
seguro de la «Historia» parece muy razonable pensar que de
vez en cuando la energía de toda una generación se lanza al
frente en un largo y magnífico fogonazo, por razones que no
entiende nadie, en realidad, en el momento… y que nunca explican,
retrospectivamente, lo que de verdad sucedió.
Mi recuerdo básico de esa época
parece anclarse en una o cinco o quizá cuarenta noches (o
mañanas muy temprano) que salí del Fillmore medio loco y, en
vez de irme a casa, enfilaba el gran Lightning 650 por el puente de
la Bahía a ciento sesenta por hora ataviado con unos pantalones
cortos y una zamarra de pastor… y cruzaba zumbando el túnel
de Treasure Island bajo las luces de Oakland y Berkeley y
Richmond, sin saber a ciencia cierta qué vía tomar cuando llegase
al otro lado (el coche se calaba siempre en la barrera de
peaje, yo iba demasiado pasado para encontrar el punto muerto
mientras buscaba cambio)…pero absolutamente seguro de que
fuese en la dirección que fuese, encontraría un sitio donde
habría gente tan volada y cargada como yo: de esto no había
duda…
Había locura en todas direcciones,
a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden
Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda… en
todas partes saltaban chispas. Había una fantástica
sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era
correcto, de que estábamos ganando… Y esto, creo yo, fue el motivo…
aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía prevalecería sin más. No
tenía ningún sentido luchar…ni por parte nuestra ni por la de
ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta
y maravillosa…
Así que, en fin, menos de cinco
años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías ver casi
la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel
sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a
retroceder.
Johnny Depp como Raoul Duke en la adaptación de Terry Gillian (1998)
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