sábado, 24 de septiembre de 2016

"Miedo y asco en Las Vegas: un viaje salvaje al corazón del sueño americano" (Hunter S. Thompson, 1971)

CAPÍTULO 8. «LOS GENIOS DE TODO EL MUNDO SE DAN LA MANO, Y UN ESCALOFRÍO DE IDENTIFICACIÓN RECORRE TODO EL CIRCULO» ART LINKLETTER (o el monólogo de la ola)

Vivo en un sitio tranquilo, donde un ruido de noche significa que va a pasar algo: te despiertas rápido, pensando ¿qué significa eso? 
Normalmente, nada. Pero a veces resulta difícil adaptarse a un trabajo urbano cuando la noche está llena de ruidos, todos ellos rutina normal. Coches, bocinas, pisadas… no hay manera de relajarse. Así que lo ahogas todo con el blanco y delicado rumor de un televisor bizco. Pones el programa de chimentos entre canales y te duermes apaciblemente… 
Ignora esa pesadilla del baño. No es más que otro repugnante refugio de la Generación del Amor, otro lisiado, otro condenado, sin remedio que es incapaz de soportar la presión. Mi abogado nunca ha sido capaz de aceptar la idea (que tan a menudo exponen drogadictos reformados y que es especialmente popular entre quienes están en libertad vigilada) de que te puedes drogar muchísimo más sin drogas que con ellas. 
Claro que en realidad tampoco yo la acepto. 
Pero viví una vez muy cerca del Dr…, en la calle…un antiguo gurú del ácido que luego pretendía haber dado ese gran salto del frenesí químico a la conciencia pre natural. Una hermosa tarde, durante las primeras embestidas de lo que pronto se convertiría en la Gran Ola del Ácido de San Francisco, paré en casa del Buen Doctor con la idea de preguntarle (dado que era ya entonces una autoridad reconocida en drogas) qué tipo de consejo le daría a un vecino que sentía una sana curiosidad por el LSD. 
Aparqué allí y subí el camino de césped, deteniéndome en ruta para saludar cortesmente a su mujer, que estaba trabajando en el jardín bajo el ala de un inmenso sombrero segador… una buena escena, pensé: el viejo está dentro preparando uno de sus fantásticos guisos-droga, y ahí vemos a su mujer en el jardín, podando zanahorias, o lo que sea… canturreando además una melodía que no conseguí identificar. 
Canturreaba, sí… Pero habrían de pasar casi diez años para que yo identificase de verdad aquella canción: como Ginsberg perdido en el "OM", estaba intentando echarme tarareando. Porque no era la señora la que estaba allí fuera en el jardín: era el buen doctor mismo… y su tarareo una frenética tentativa de impedirme entrar en su conciencia superior. 
Intenté varias veces explicarme: era sólo un vecino que venía a pedirle al doctor consejo sobre si era prudente o no engullir un poco de LSD allí en mi choza, al lado de su casa. En fin, yo tenía armas. Y me gustaba disparar… sobre todo de noche, cuando salía una gran llama azul, además de todo aquel ruido… y, sí, las balas, también. Eso no podíamos ignorarlo. Grandes bolas de plomo/aleación volando alrededor del valle a velocidades superiores a los mil doscientos treinta metros por segundo. 
Pero yo siempre disparaba a la colina más próxima, o, en caso contrario, a la oscuridad. No pretendía hacer daño; sólo me gustaban las explosiones y procuraba siempre no matar más de lo que pudiese comer. 
¿«Matar»? Me di cuenta de que nunca podría explicar claramente esa palabra a aquella criatura que trabajaba allí en su jardín. ¿Habría comido alguna vez carne aquella criatura? ¿Sería capaz de conjugar el verbo «cazar» ? ¿Comprendía el hambre? ¿O aceptaría el terrible hecho de que mis ingresos eran aquel año de una media de treinta y dos dólares semanales? 
No, no había esperanza de comunicación allí. Pronto me di cuenta de ello…pero no lo bastante como para impedir que el doctor Droga me echara canturreando a lo largo de su camino hasta mi coche y luego colina abajo. Olvida el LSD, pensé. Mira lo que le ha hecho a ese pobre cabrón. 
Así que seguí con el hash y con el ron otros seis meses o así, hasta que me trasladé a San Francisco y me vi una noche en un sitio llamado «El Auditorio Fillmore». Y eso bastó. Un terrón de azúcar gris y BUM. Mentalmente, había vuelto allí, al jardín del doctor. No por la superficie, sino por debajo de tierra…brotando a través de aquella tierra delicadamente cultivada como una especie de hongo mutante. Una víctima de la Explosión de la Droga. Un drogadicto nato de la calle, de los que se comen todo lo que les cae en las manos. Recuerdo que una noche en el Matrix entró un viajero con un gran paquete a la espalda gritando: «¿Alguien quiere un poco de L…S…D…? Tengo aquí todo el material. Sólo necesito un sitio para prepararlo». 
El encargado se le echó encima, murmurando: 
—Calma, calma, vamos a la parte de atrás.
No volví a verle después de aquella noche, pero antes de que se lo llevaran, el viajero distribuyó sus muestras, que eran inmensas ampollas blancas. Entre en el retrete de caballeros para tomar la mía. Pero primero sólo la mitad, pensé. Buena idea, aunque algo difícil de realizar, dadas las circunstancias. Tomé la primera mitad, pero derramé el resto en la manga de mi camisa roja Pendleton…Y luego, cuando me preguntaba qué hacer con aquello, vi que entraba uno de los músicos.
—¿Qué pasa? —dijo. 
—Bueno —dije—. Todo este material de mi manga es LSD.  
No dijo nada: sólo me agarró el brazo y empezó a chuparlo. Una escena muy rara. Me pregunté qué pasaría si se aventurase por allí casualmente algún corredor de bolsa joven/Trío Kingston y nos cazase en plena función. Que se joda, pensé. Con un poco de suerte, esto le destrozará la vida… pensará constantemente que detrás de alguna estrecha puerta, en todos sus bares favoritos, hay hombres de camisas rojas Pendleton corriéndose juergas increíbles con cosas que él no conocerá jamás. ¿Se atrevería a chupar una manga? Probablemente no. Calma. Finge que no lo viste...

Hunter S. Thompson y Bill Murray (ubicación desconocida, circa 1980)

Extraños recuerdos en esta inquietante noche de Las Vegas. ¿Cinco años después? ¿Seis? Parece toda una vida, o al menos una Era Básica: el tipo de punto culminante que no se repite. San Francisco a mitad de los sesenta fueron una época y un lugar muy especiales para quienes los vivieron. Quizá significase algo, quizá no, a la larga…pero ninguna explicación, ninguna combinación de palabras o música o recuerdos puede rozar esa sensación de saber que tú estabas allí y vivo en aquel rincón del tiempo y del mundo. Significase lo que significase…
La historia es algo difícil de conocer, debido a todos esos cuentos pagados, pero aun sin estar seguro de la «Historia» parece muy razonable pensar que de vez en cuando la energía de toda una generación se lanza al frente en un largo y magnífico fogonazo, por razones que no entiende nadie, en realidad, en el momento… y que nunca explican, retrospectivamente, lo que de verdad sucedió. 
Mi recuerdo básico de esa época parece anclarse en una o cinco o quizá cuarenta noches (o mañanas muy temprano) que salí del Fillmore medio loco y, en vez de irme a casa, enfilaba el gran Lightning 650 por el puente de la Bahía a ciento sesenta por hora ataviado con unos pantalones cortos y una zamarra de pastor… y cruzaba zumbando el túnel de Treasure Island bajo las luces de Oakland y Berkeley y Richmond, sin saber a ciencia cierta qué vía tomar cuando llegase al otro lado (el coche se calaba siempre en la barrera de peaje, yo iba demasiado pasado para encontrar el punto muerto mientras buscaba cambio)…pero absolutamente seguro de que fuese en la dirección que fuese, encontraría un sitio donde habría gente tan volada y cargada como yo: de esto no había duda…
Había locura en todas direcciones, a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda… en todas partes saltaban chispas. Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era correcto, de que estábamos ganando… Y esto, creo yo, fue el motivo… aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía prevalecería sin más. No tenía ningún sentido luchar…ni por parte nuestra ni por la de ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa… 
Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías ver casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder.


Johnny Depp como Raoul Duke en la adaptación de Terry Gillian (1998)

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