domingo, 29 de noviembre de 2020

Canto ajeno - XVI

 Junio fue el más empinado de los meses:

sometimos al aire en una trampa de tela,

desalojamos a su gemelo de la altura helada

abrimos el camino con fuerza de fuego.

El empuje de abajo hacia arriba, ese imposible, partido.

unimos divisas eternamente apartadas por la gravedad

-En cualquier sitio, menos en la tierra- caro Montgolfier.

domingo, 25 de octubre de 2020

Boris Pasternak - Poemas de Yuri Zhivago (parte 4)

  LA CITA


Obstruirá los caminos la nieve,

cubrirá los declives de los tejados, 

saldré para desentumecer las piernas:

detrás de la puerta te veo parada.


Sola, con un abrigo ligero,

sin botas y sin sombrero,

estas masticando la nieve

para que la emoción se fuera.


Los árboles y los cercos

se van alejando en la neblina.

Sola, en medio de la nevada

sigues parada en la esquina.


En la pañoleta hay nieve derretida,

corre dentro de las mangas heladas,

y el rocío en gotas convertido

brilla en tus cabellos mojados.


Y con el rubio mechón de tu pelo

tu rostro esta iluminado,

y también la figura y la pañoleta,

y este pobre abrigo usado.


La nieve tus pestañas humedece,

y tus ojos se llenan de tristeza,

y toda tu imagen esta compuesta

de un solo pedazo sin grietas.


Como si fueras una vara

de hierro, embebida en la tintura,

que contigo imprime los surcos

en mi corazón, con apuro.


Y allí para siempre ha quedado

de tus rasgos la mansedumbre.

y aunque el mundo es despiadado,

esto ya ahora no nos incumbe. 


Y por eso se bifurca ahora

toda esta noche nevada,

y trazar una línea divisoria

entre nosotros, no me fue dado.


Pero, ¿quiénes somos y de dónde venimos?

Si de todos aquellos años inmundos

quedaron sólo un montón de chismes,

 y ya no estamos en este mundo.


LA ESTRELLA DE NAVIDAD

Llegó el invierno.

De la estepa soplaba el viento,

sentía frío en el pesebre el Niño,

en la ladera de la colina.


Lo calentaba del buey el aliento.

Animales domésticos, brutos,

se encontraban en la gruta,

y envolvía al pesebre el humo caliente.


Sacudiendo de las pellizas la paja,

y los granos de cebada,

a la medianoche semidormidos, del acantilado

los pastores miraban hacia abajo.


Lejanos se veían el campo nevado,

los cercos, sepulcros del cementerio,

las pértigas enterradas en la nieve,

y sobre las tumbas el cielo estrellado.


Y cerca, hasta ahora tan ajena,

más tímida que una mechita,

oscilaba en la ventana de la garita

el reflejo de la estrella de Belén.


Despedía más llamas, al costado

del Dios y del firmamento,

como el fulgor del incendio.

como paja refulgente y granja quemada.


Se elevaba como el ardiente pajar

del  heno y del pienso,

alarmado, entre todo el universo

por el nuevo brillo astral.


El rojo resplandor crecía en el aire,

y tenía su significado,

y movía a los tres astrólogos apurados

el llamado del fuego singular.


Llevaban camellos los regalos extraños,

y los burros ensillados, absortos,

cada uno de talla más corta

que otro, bajaban a pasos de la montaña.


Y como extraña visión de la era futura,

Se elevaba a lo lejos lo que llegó después:

pensamientos seculares, los mundos y los sueños,

todos los tesoros de galerías y museos

los actos de magos, de las hadas las travesuras,

deseos de los niños y los árboles navideños.


De las velas prendidas todo el temblor,

la maravilla de todo el oropel de adornos.

Más cruento de la estepa soplaba el viento.

Manzanas y globos dorados del Nacimiento.


Copas de alisos ocultaban un lado del estanque,

del otro lado se veía muy bien cómo seguían,

obviando los nidos de grajos y copas de árboles,

los burros y los camellos a lo largo del embalse

que los pastores pudieron muy bien distinguir.


Vayamos con todos, adoremos el milagro,

dijeron, ajustándose los gabanes.


Por andar en la nieve tuvieron calor.

Conducían por el prado, como rastros de mica,

las huellas de pies desnudos hacia la garita,

como cabos de velas candentes, las huellas

hacían gruñir a los perros a la luz de la estrella.


La noche helada parecía un cuento de hadas,

Y alguien desde tormentosas colinas nevadas,

invisible se colaba en sus filas, a cada instante,

y los perros se arrastraban, mirando asustados,

se apretaban al pastorcillo, esperando la desgracia.


Por el mismo camino, por los mismos poblados

los ángeles iban, algunos en medio del gentío,

los hacia invisibles su incorpóreo estado,

pero su paso dejaba la marca de sus plantas de pie.


Cerca  del peñasco la multitud se aglomeraba.

Amanecía. Se divisaban troncos de cedros.

-¿Quiénes son ustedes? – María preguntaba.

-Somos clan de pastores y del cielo los enviados,

traemos a ambos las alabanzas glorificadas.

-No pueden ir todos juntos. Esperen a la entrada.


Entre tinieblas tan grises, casi cenicientas

pateaban el suelo los vaqueros, los ovejeros,

los peatones peleaban con los jinetes,

al lado del tronco ahuecado del bebedero

bramaban camellos, coceaban burros sedientos.


Amanecía. El alba, como el polvo del suelo,

barría a los últimos astros del cielo.

Y sólo a los Reyes Magos de toda la multitud  

dejó entrar María por la brecha de la gruta.


Él dormía, radiante, en el pesebre de encina,

como rayo de luna en el hueco del árbol.

Le sustituían a la pelliza ovina

los labios del burro y los ollares del buey.


Parados en la sombra, como al fondo del establo,

susurraban, apenas escogiendo palabras,

de pronto alguien, a la izquierda en la oscuridad 

apartó con la mano del pesebre al Rey Mago,

y aquel miró atrás: a la Virgen desde el umbral,

miraba como una invitada la estrella de Navidad.

 

EL AMANECER

Tu significaste todo en mi destino.

Luego llegó la guerra, la ruina

y durante mucho tiempo no escuchaba

nada de ti, no sabía ni una palabra.


Y después de un montón de años

tu voz me inquietó de repente.

Leí toda la noche tu testamento,

y desperté, como de un desmayo.


Tengo ganas de acercarme a la gente,

a la multitud, a su matinal animación.

Estoy listo de partir todo en astillas,

o hincarlos de rodillas sin compasión.


Y por la escalera me precipito, corro

como si saliera por primera vez,

a estas calles cubiertas de nieve ahora,

a estas aceras que quedaron desiertas.


Hay luces en todos lados, con íntima placidez 

la gente toma té, se apura en los tranvías,

y faltan sólo los pocos minutos todavía,

para que la ciudad perdiera su entereza.


En los portones la nevisca teje redes

de los caídos, espesos copos de nieve

y todos corren, sin comer ni beber,

para llegar al destino a tiempo.


Siento todo esto junto con ellos,

como si en ellos estuviera acampando,

me derrito como lo hace la nieve,

frunzo las cejas como la bruma de la mañana.


Conmigo está la gente sin apellido, 

Árboles y niños, y los que no salen afuera,

por todos ellos ahora me siento vencido,

y sólo en esto consiste mi verdadera victoria.

 

EL MILAGRO

 Él se dirigía de la Betania al Jerusalem,

sufría pena anticipada por sus presentimientos.


Espinoso arbusto en el declive estaba quemado,

el humo encima de la choza cercana no subía,

el aire ardía y la totora estaba calmada,

y la quietud del Mar Muerto era inconmovible.


Con su amargura que discutía con el mar amargo,

Él caminaba a la par del pequeño tropel de nubes

por el camino polvoriento, hacia la posada de alguien

se dirigía a la ciudad, a la reunión con alumnos.  


Y se sumió tanto en Sus pensamientos,

que el campo alicaído olió a  ajenjo.

Se calmó todo. Él sólo se quedaba en el medio,

mientras el lugar yacía inconsciente.

Se mezcló todo: el calor y el desierto,

las lagartijas, los arroyos y las fuentes.


En la cercanía se elevaba una higuera,

sin fruta alguna, sólo con hojas y con ramas.

Y Él le habló : “¿para qué sirves, austera?

“¿Qué alegría me das con tu rígido pasmo?” 


“Tengo hambre y sed, pero eres estéril;

es más triste la cita contigo que con el granito.

¡Oh, que ultrajante eres y sin talento!

Que permanezcas así hasta la era infinita.”

El temblor del reproche sacudió la higuera

como por el pararrayos la chispa huidiza,

quemando el árbol hasta dejar las cenizas.


Si un libre momento tuviesen hallable

las hojas, las ramas, la raíz, la corteza,

intervendrían las leyes de la naturaleza,

pero era el milagro, y Dios es milagro.

Cuando yacemos pasmados, sin certeza

nos sacude al instante el milagro implacable.

LA TIERRA

En los edificios moscovitas

irrumpe de pronto la primavera,

sale volando la polilla del escondite

y repta por los veraniegos sombreros,

y en los arcones guardan los abrigos.


Por los balcones de madera, interiores,

se reparten las macetas de flores,

con ranúnculos y alelíes,

y respiran habitaciones libres de polvillo,

y huelen a polvo las buhardillas.


La calle se siente hermanada

con la ventana empañada

y la noche blanca con el ocaso

se tocan apenas, a hurtadillas.


Se pudo escuchar en los pasillos,

lo que sucede en el campo abierto,

de lo que hablan casualmente

el mes de abril con el deshielo.

El conoce miles de cuentos,

sobre las penas humanas y dolores,

a lo largo de cercos se hielan las auroras,

y estiran hilos de acontecimientos.


Y la misma mezcla de fuego y espanto

en los de afuera y en el ambiente cálido;

en todas partes el aire se quebranta,

y las ramas de los mismos sauces son válidas,

y los mismos brotes blancos se levantan

en las encrucijadas y en las ventanas,

de la gente de la calle y de los fabricantes.


¿Por qué llora entonces la lejanía nublada,

y huele tan amargo el humus de la tierra?

¡Para qué, digamos, mi vocación me sirviera,

si no para que no se aburrieran lugares aislados,

para que al cruzar los límites de las ciudades  

la tierra no se sintiera abandonada!


Para eso en la primavera temprana

se juntan conmigo todos los amigos,

y nuestras veladas son despedidas,

festines, son de nuestros legados los testigos,

y está para caldear el frío de la existencia

la secreta corriente del sufrimiento.


LOS DÍAS ACIAGOS

Cuando en la última semana

Él estaba entrando en Jerusalén,

a su encuentro gritaban ¡Hosanna!

y con ramas de olivo corrían tras de Él.


Los días se hacían más terribles y severos,

el amor ya no conmovía los corazones,

las cejas se fruncían con desprecio,

y venía el epílogo, la terminación.


Con verdadero peso de plomo

se volcaba sobre los patios el cielo,

pruebas buscaban los fariseos, razones,

y como zorros se arrastraban ante Él. 


Y del templo las fuerzas tenebrosas

lo entregaron al juicio de la escoria,

y con el mismo empeño fervoroso

como adulaban antes, le maldecían ahora.


Lo vecinos de los patios de atrás

daban vistazo desde el portón,

se apretujaban esperando el desenlace

y vagaban de un lado para el otro.


Se oían los susurros muy cercanos

y corrían los rumores de fronteras,

y la huida al Egipto, y la infancia,

Él recordaba ya como un sueño.


Se acordó del declive escarpado

de desierto, de aquel  acantilado 

donde Le tentaba el astuto Satanás

con el absoluto y universal reinado,


y de la boda de Caná el festín,

y los de la mesa admirando el milagro,

y el mar que pisaba en la neblina,

como si fuera el suelo, no las aguas;


y la reunión de los pobres en su morada,

y la bajada al sótano con una vela,

donde ella se apagaba, asustada,

cuando el resucitado se levantaba.


MAGDALENA

I

Cada noche mi demonio aparece.

Es por el pasado mi expiación.

Llegan y mi corazón se desvanece

por los recuerdos de la depravación,

cuando fui una loca endemoniada,

por los caprichos de hombres atrapada,

y la calle era mi única protección.


Quedaron sólo unos instantes,

y vendrá el silencio sepulcral,

pero yo a ellos me adelanto

y mi vida, al llegar hasta el umbral,

como una ánfora de alabastro,

rompo ante Ti, sin dejar rastros.


¡Oh, dónde estaría yo ahora,

mi Maestro y mi Salvador,   

si de noche, en la mesa no me avizore

la eternidad, como esperando indagadora,

la llegada a los redes de la profesión,

de la nueva visita, atraída por la pasión.


Pido que me expliques qué es el azote

del pecado, la muerte, el infierno y su fuego,

cuando a la vista de todos, como un brote

que proviene del árbol, yo a Ti me apego,

me uno a Ti en mi angustia lóbrega.


Cuando Tus pies, oh, Jesús amado,

apoyo entonces en mi regazo,

quizás aprendo entregarme al abrazo  

de la Cruz, de su travesaño cuadriculado.

Te preparo para la sepultura, casi desmayada,

con Tu cuerpo inanimado en mis brazos. 


II

La gente hace limpieza para la fiesta.

Apartada de toda esta agitación,

unto con el óleo del tiesto

Tus pies santos con sumisión.


Busco sandalias y no las encuentro,

y  por el llanto no veo nada,

me taparon los ojos, como un velo,

esos mechones de pelo desgreñado.


Tus pies en mi regazo los apoyo,

con mis lágrimas los he bañado

los envolví en la manta de cabello,

y con sarta de abalorios los he adornado.


Veo tan detallado el futuro,

como si lo hubieras detenido;

ahora soy capaz de predecir,

con la clarividencia de Sibilas.


Mañana caerá la cortina del templo,

nos amontonaremos al costado,

y debajo de nosotros se moverá la tierra,

por estar, quizás, de mí apiadada.


Cambiará la escolta su formación de filas

y empezarán el patrullaje los jinetes.

¡Encima de las cabezas, como un torbellino,

la Cruz querrá desprenderse y llegar al cielo!


A los pies del Crucifijo me tiraré al suelo,

quedaré pasmada, mordiendo los labios.

Ofrecerás abrazo para demasiados fieles,

hasta bordes de la Cruz abriendo los brazos.


¿Para quién en el mundo habrá tanta amplitud,

tanta fuerza y tanto sufrimiento?

¡No habrá ni tantas almas, ni vidas en el mundo,

ni tantos bosque, ni ríos, ni asentamientos!


Pero pasarán tres jornadas tan horribles,

y nos sumirán en un vacío tan hondo,

que durante este intervalo terrible,

creceré hasta llegar a la Resurrección.

 

EL JARDÍN DE GETHSEMANÍ

 

Con indolente destello los astros alejados

iluminaban del sendero el recodo

Y el sendero rodeaba el Monte de Olivares,

por debajo corría el río Cedrón.


La pradera se cortaba a medio camino,

desde ahí comenzaba la Vía Láctea.

Los canosos, plateados olivos

trataron de seguir, pisando el aire.


Al borde había un jardín, terreno de alguien.

Dejando a los discípulos detrás de la pared,

Él dijo: “Mi alma sufre angustiada,

permanezcan conmigo, velando despiertos”.


Él rehusó, sin mostrar resistencia,

como algunas cosas prestadas

los milagros y la omnipotencia

y era ahora como nosotros, los mortales.


La lejanía nocturna parecía el estado

de la inexistencia y de la ruina.

El espacio del universo estaba inhabitado,

y sólo este jardín era lugar para vivir.  

 

Y mirando dentro de estas profundidades

vacías, sin final, y sin comienzo,

que este cáliz mortal no Le tocara,

al Padre rogaba, cubierto de sudor sangriento.


Del agobio mortal con esa oración aliviado,

salió afuera. Encontró en el suelo, vencidos

por el sopor, a sus discípulos abandonados

al sueño, entre las plantas a la vera del camino.


Los despertó :”Una gracia Dios les fue dada

de vivir al mismo tiempo conmigo,

pero aquí yacen ustedes y llegó la hora señalada

para que el Hijo del Hombre se entregue al enemigo.   


Y apenas lo dijo, aparecieron de cualquier lado,

montón de mendigos y tropel de esclavos.

luces, espadas. Y Judas, ante los armados,

con su beso traidor en los labios.


Pedro trató de repeler a los bandidos

y a uno de ellos le cortó la oreja,

pero oye: la disputa con hierro no se liquida,

envaina tu espada, hombre, y sin queja.


¿Acaso, miles de legiones alados

Mi Padre no me los mandaría al vuelo?

Los enemigos se hubieran dispersado,

sin haberme tocado ni un pelo.


Pero viene la página del libro de Mi vida,

que es más cara que todos los santuarios.

Ahora debe cumplirse lo escrito,

y bien, que se cumpla ahora. Amén.


Ves, el andar de siglos parece la leyenda,

que puede encenderse a cada paso.

Me entregaré, en nombre de su esplendor horrendo,

libremente a los tormentos, a la muerte en cadalso.


Iré a la muerte, pero Me levantaré al tercer día

Y así, como transportan las balsas en caravana

buscando Mi justicia, como barcas por el río

así, en Mi encuentro, los siglos flotaran.  


(Traducción de Irina Bogdaschevski).

(Textos adjudicados al personaje que da nombre a la novela de 1957).

sábado, 17 de octubre de 2020

Boris Pasternak - Poemas de Yuri Zhivago (parte 3)

LA  BODA

Al cruzar el patio trasero                                     

iban a bailar los invitados

con el fuelle a la casa de la novia,

festejando hasta la madrugada.


En lo de dueños tras las puertas 

que forrados estaban de fieltro

hubo calma de una a siete,

no se oyeron las charlas sueltas.


Y al alba, en plena modorra, 

como para seguir durmiendo,

cantó otra vez el acordeón

que se iba del casamiento.


El acordeonista derramaba

estirando de nuevo el fuelle,

brillo de collares, el batir de palmas

y alegres ruidos y destellos.


Una y otra vez, y muy seguidos

sones de las coplas pueblerinas

saltan a la cama de los dormidos

directo desde los festines.

 

Una mujer, blanca como nieve

y con las caderas meneando,

acompañada con silbidos y jaleos

baila otra vez como flotando.


Mueve la cabeza al compás,

y el brazo derecho zarandea...

Con el aire de danza popular

se mece la mujer y se pavonea.

 

De pronto el fervor del juego vivaz,

y el ágil pataleo de la ronda,

se hunden como en el agua voraz,

se desvanecen en el fondo.


Ya despierta el patio ruidoso.

El eco de los negocios pendientes

se introduce en las conversaciones,

y en las carcajadas de la gente.


En la amplitud del cielo, en el aire,

en remolinos de manchas azuladas

vuelan palomas en bandadas,

dejan sus palomares abandonados.


Como si las mandaran a perseguir,

a los novios recién casados,

con los votos de una vida feliz,

enviando sus deseos obnubilados.


Porque la vida es sólo un instante,

es saber disolverse solamente

nosotros mismos en todos los demás,

como si nos regaláramos en presentes.


Es sólo la boda, que de abajo se empeña

llegar hasta el fondo de las ventanas...

Es sólo el canto, es sólo el sueño,

es sólo la paloma gris azulada.


EL OTOÑO

Dejé, que todos los míos se dispersen,

mis allegados se han ido hace tiempo,

y con la soledad acostumbrada

se llenan el corazón y la naturaleza.


Aquí estoy contigo en la garita,

en el bosque no hay gente, está desierto.

Como en la canción: las sendas y caminitos

de vegetación están todos recubiertos.


Ahora a nosotros solos, con tristeza,

nos miran las paredes de madera.

No prometimos franquear barreras,

nos destruiremos con franqueza.


Quedaremos sentados de la una hasta las tres,

yo con un libro, tú; con el bordado,

y no nos daremos cuenta al amanecer,

cuándo hemos dejado de besarnos.


Más opulentas y más despreocupadas,

que susurren las hojas, que se desmoronen,

y de la víspera la copa amargada

que rebase con la angustia de hoy.


¡El afecto, la atracción, el encanto!

¡Que los rumores de septiembre nos dispersen,

que te hundas en el murmullo de otoño!

¡Oh, que te quedes quieto, o que te enloquezcas!


Te liberas de tu ropa del mismo modo,

como el bosque de sus hojas se libera,

cuando en mi abrazo te abandonas,

vestida de bata con borlas de seda.


Tu eres el bien de un paso funesto,

cuando la vida es peor que ser enfermo,

el atrevimiento es la raíz de la belleza,

y esto nos atrae mutuamente.


EL CUENTO DE NIÑOS

Antaño, en aquellos tiempos,

en el país de la fantasía,

se abría paso el jinete

a través de los cardos se movía.


Se iba apurado a pelear

y en el polvo de la estepa

el oscuro bosque se levantaba

a lo lejos, en su encuentro.


Gimoteaba austero

el corazón, muy inoportuno:

que evites el abrevadero,

que ajustes la montura. 


No hizo caso el jinete,

y corría presuroso,

subía, a rienda suelta,

a la colina boscosa.


Rodeó el túmulo adverso,

cruzó el valle sin agua,

escarpó la pradera,

atravesó la montaña.


Y llegó a la quebrada,

por el boscoso sendero,

y de las bestias las pisadas

halló, en su abrevadero.


Y sordo al llamado

de su intuición, sin esperar, 

bajó al riacho con su caballo,

del monte, para abrevar.


Al lado del riacho – una cueva,

delante de la cueva – el vado.

Como del azufre el fuego

iluminaba la entrada.  


Y en el humo encarnado,

que tapaba la visión,

como de un eco alejado

se llenó el bosque de clamor.


Y entonces por el barranco,

directamente, sobresaltado,

al trote el jinete arranca

en dirección al llamado.


Y ve el jinete desde el zanjón,

apoyándose en su lanza,

la cabeza del dragón,

su cola, y sus escamas.


Con la llama de sus fauces

alcanzaba a iluminar,

cómo rodeaba con tres vueltas

a la niña, a su espina dorsal.


El cuerpo del ofidio,

como la punta del azote,

movía raudo sus anillos

a la altura de su hombro.


Por costumbre de este país

a la bella prisionera

la entregaban como botín

al monstruo de la selva.


Su comarca salvaban.

Sus chozas. Pueblos. Tiestos.

Ellos lo pagaban

con ese tributo a la bestia.


Le sujetaba la mano,

le apretaba el cuello

la bestia, torturando

a la víctima del atropello.


Miró jinete suplicando

arriba, el firmamento,

y preparando la lanza

para la pelea cruenta.

***

Párpados cerrados.

Cumbres. Nubes. Signos.

Aguas. Ríos. Vados.

Los años y los siglos.


Jinete con yelmo abollado,

derribado en la pelea.

Con su casco el fiel caballo

pisoteaba a la bestia.


El cadáver del dragón y el caballo

en la arena, abatidos.

El jinete yace desmayado,

y la joven, en un pasmo sumida.


Al mediodía el cielo es claro,

su azul es cristalino

¿Quién es ella? ¿La hija del zar?

¿una princesa? ¿Una campesina? 


De repente, colmada de suerte,

en el llanto está hundida;

y de pronto su alma, como muerta,

se pierde en el sopor y en el olvido.


O tiene la salud restablecida,

o las venas se paralizan

por la sangre que ha perdido

y sus fuerzas que agonizan.


Pero sus corazones laten,

se esfuerzan a vivir,

y despertar ambos tratan,

pero vuelven a dormir.


Párpados cerrados.

Cumbres. Nubes. Signos.

Aguas. Ríos. Vados.

Los años y los siglos. 


AGOSTO

Como prometía, sin engañarme,

penetró el sol a la madrugada

como la faja oblicua, color azafrán,

desde la cortina hasta el diván.


Cubrió con el ocre iluminado

el vecino bosque, casas aldeanas,

mi cama, la húmeda almohada  

y la pared detrás de los estantes.


Me acordé por qué motivo

estaba húmeda la almohada:

soñé, que para despedirme

iban por el bosque, agrupados.


Iban juntos, de a uno, en parejas,

era el día - se recordó de pronto-

del seis de agosto, según el calendario viejo,

la Transfiguración de Nuestro Señor.


Casi siempre la luz sin la ignición

ilumina el Monte Tabor en esta jornada.

Y el otoño, expresivo como una indicación,

atrae hacia sí todas las miradas.


Han cruzado la insignificante miseria

del alisar desnudo, trepidante,

y pasaron al rojo bosque del cementerio

que ardía como un bizcocho coloreado.


Con sus cúspides acallados

tenían el cielo a su alcance,

y con los cantos de los gallos

se pasaban la lista las distancias.


En el bosque, como agrimensor estatal,

se erguía la muerte en medio de la espesura,

observando mi cara de sueño final

para cavar la fosa según mi estatura. 


Físicamente, por todos y muy cerca,

se percibía el sonido de la voz humana:

era mi propia voz profética

que sonaba sin acusar el daño.


“Adiós, la transfiguración azulina

y el oro de la fiesta del Señor,

suaviza con tu caricia femenina

la amargura de mi última hora.


Adiós, los años sin consuelo.

me despido de ti, mujer con agallas,

que al montón de agravios retó a duelo,

yo soy el campo de tus batallas.


Adiós, la amplitud de las alas abiertas,

y del vuelo la tenacidad desplegada,

y el mundo que en verbo se convierte,

y la creación, y los actos de milagro.  


LA NOCHE DE INVIERNO

Barría la ventisca, barría a toda la tierra,

y los confines enteros.

La vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


Como enjambre de moscas en el verano,

atraídas por el fuego,

así se juntaban en la ventana

los copos de nieve.


La ventisca pegaba sobre el cristal

círculos y flechas.

La vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


Al cielorraso iluminado

caían las sombras.

Cruzados los brazos, piernas cruzadas,

y los destinos cruzados.


Y caían dos zapatitos

al piso, con ruido.

Y lágrimas de cera desde el candil

goteaban sobre el vestido.


En la nevada bruma todo se perdía,

en la canosa y blanca.

Sobre la mesa la vela ardía,

la vela ardía.


Del rincón el aire soplaba la llama

y el ardor de la tentación

como un ángel grande alzaba

dos alas cruciformes.


Barría la ventisca todo el febrero,

y frecuentemente,

la vela ardía sobre la mesa,

la vela ardía.


LA SEPARACIÓN

Desde el umbral el hombre mira,

sin reconocer su propia casa.

La partida de ella fue como la huida,

hay en todas partes huellas de desastre.


Hay caos general en la habitación,

pero toda la medida del daño

él no puede reconocer al instante

a causa de lágrimas y de la migraña.

 

Desde la mañana tiene en los oídos

ruidos extraños. ¿Está lúcido, o sueña?

¿Porqué le viene a la mente distraída                   

la idea del mar todo el tiempo?


Cuando a través de la escarcha en la ventana

no se ve nada del mundo a lo lejos,

el desaliento de la angustia humana

al desierto del mar se asemeja.


Ella era tan próxima a su alma

con cada rasgo suyo o sentimiento,

como le son muy cercanas al mar

sus costas a lo largo de la rompiente.


Como sumerge a todo el cañaveral

el oleaje después de la tempestad,

así los rasgos de ella, su forma y tamaño

se depositaron en el fondo de su alma.  


En los años de tormentos iracundos

de la cotidiana, imposible existencia,

la acerco a él, desde lo profundo,

la ola del destino, como en un accidente.


Entre el sin fin de las trabas,

y eludiendo todos los peligros,

la llevaba la ola, la arrastraba,

hasta que a él la dejó adherida.


Y he aquí, de pronto, su partida,

quizás forzada, bien puede ser.

Los hundirá a ambos la despedida,

sus huesos la pena no cesará de roer.


El hombre observa alrededor:

en el momento del abandono

ella revolvió todo en su entorno,

de la cómoda volcó los cajones.


Él deambula, y sigue acomodando

en los cajones, hasta que se hace oscuro,

pedazos de tela desparramados,

y patrones de moldes de costura.


Y al pincharse con un bordado

que tenía la aguja clavada, de repente

la ve a toda ella, ahí parada,

y llora entonces furtivamente.


(Traducción de Irina Bogdaschevski).

(Textos adjudicados al personaje que da nombre a la novela de 1957).