lo vi y también me lo contaron,
y cada nuevo relato me resultaba un poco más gracioso.
Era una mujer alta y desgarbada,
no sabíamos mucho sobre ella,
creo que imaginamos que tenía un trabajo
al que odiaba;
y atravesaba un bloqueo creativo
hacía más de veinte años,
hacía más de veinte años,
pero solo lo imaginamos.
Era alta y liviana.
Recorría esos diminutos hospicios
donde se juntan cada quince días
algunos poetas y sus amigos
a beber y fumar
y a limitarse a la pena
como único tema.
Su acto era el siguiente:
soltaba algunos elementos cotidianos al suelo
y los pisoteaba
(objetos cotidianos, baratos, multiformes)
soltaba también algunas frases breves al aire
(casi no escribía, solo personificaba algo,
espero que ella tuviera claro qué era)
acerca de la pena,
únicamente acerca de la pena
y avanzaba al cierre, siempre el mismo:
extraía de su bolso un frasco minúsculo
casi lleno de gotas de su sangre
que extraía de a poco,
con la cautela con que se manipulan los objetos escasos.
En la sangre mojaba una pluma
y con ella escribía una palabra, una sola,
sobre una hoja, en silencio,
lo exhibía
y ese era el fin de su acto
y el auditorio aserraba el silencio con aplausos,
cada vez.
Nunca supimos cómo, ni por qué,
un día su acto cosechó fama
intentamos imaginarlo, poco después de aquella noche
pero nos aburrimos al poco rato.
Comenzamos a ver carteles con su cara
en las paredes de los bares que frecuentábamos,
y en las avenidas después.
Fue creciendo el auditorio,
y como es lógico,
creció el tamaño del lienzo del gran desenlace,
ya no alcanzaba con una hoja oficio
o A4.
Extendió la duración del acto
para justificar el precio de las entradas
sin modificar el desarrollo,
ni el gran remate.
Aumentó también el caudal de las extracciones,
muy de a poco.
Su manager propuso sustituir la sangre
por una mezcla de plasma de cerdo y tinta
pero ella jamás lo aceptó.
Aquella noche dibujó una palabra sobre el lienzo,
de esas que se balbucean sólo una vez
en la vida.
Acto seguido
se derrumbó
de cara al escenario
seca
igual a su lienzo.
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