Un día en que su doncella le cortaba a la señora F. las
puntas de sus largos cabellos en mi presencia, me distraía recogiendo los
pequeños y bonitos mechones y los iba colocando sobre el tocador, excepto un
mechoncito que me metí en el bolsillo, pensando que no se daría cuenta. Pero,
en cuanto estuvimos solos, me dijo con dulzura pero un poco seria que le
devolviese aquel rizo que había recogido. Me pareció que me trataba con un
rigor tan cruel como injusto, pero obedecí y con aire desdeñoso arrojé el rizo
sobre el tocador.
— Caballero, estáis faltándome.
— No, señora. No os costaba nada fingir que no advertíais
este inocente robo.
— No me gusta fingir.
— ¿Tanto os molesta un robo tan pueril?
— No es eso. Pero ese robo demuestra unos sentimientos hacia
mí que a vos, que sois hombre de confianza de mi marido, no os está permitido
alimentar.
Me encerré en mi cuarto, me desvestí y me eché en la cama.
Me fingí enfermo. Por la tarde fue a verme y me dejó un paquetito al darme la
mano. Cuando lo abrí, a solas, descubrí que había querido reparar su avaricia
regalándome unos mechones larguísimos. Con ellos me hice un cordón muy fino, en
uno de cuyos extremos hice poner un lazo negro, para poder estrangularme si
alguna vez el amor me llevaba a la desesperación. El resto lo corté con unas tijeras,
lo reduje a un polvo muy fino y le encargué a un confitero que en mi presencia
lo mezclase con una pasta de ámbar, azúcar, vainilla, cabello de ángel,
alquermes y estoraque. Aguardé a que las grageas estuvieran dispuestas antes de
irme. Las guardé en una preciosa bombonera de cristal de roca, y cuando la
señora F. me preguntó su composición le dije que tenían algo que me obligaba a
amarla.
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