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Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por
los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los
invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas,
de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada con los prostáticos.
Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión
hacia los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros.
Conjuré las conjuraciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales.
Fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas. A pesar de
mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los
contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con los flamencos.
Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena
fe de voluntario, en la mineralogía y en los minotauros. ¿Por qué razón los
mitos no repoblarían la aridez de nuestras circunvoluciones? Durante varios
siglos, la felicidad, la fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se
hospedaron en una piedra?
¡Mi ineptitud llegó a confundir a un coronel con un
termómetro!
Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios
respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de los trenes que no
tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el recato y el bacalao. No consentí
ninguna concomitancia con la concupiscencia, con la constipación. Fui
metodista, malabarista, monogamista. Amé las contradicciones, las
contrariedades, los contrasentidos... y caí en el gatismo, con una violencia de
gatillo.
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Imagen: "Trainspotting" (Danny Boyle, 1996) |