PALABRAS DEL AUTOR
Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en
condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad
y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la
obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación,
a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando
se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de
papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole
inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un
lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos
nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se
trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones
les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es
posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente
que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida
holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se
evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente
procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado
trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos
lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona
inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y
si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a
algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas
vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables
páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad
con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones
entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado
de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite
espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se
desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el
hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido
al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que
James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad
se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son
idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en
todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no
enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos.
¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas
telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo
de pésimo gusto, etc., etc."
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por
prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando
continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que
encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro
tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de
dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas,
hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga,
pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará
El amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga.
Roberto Arlt, 1931.
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