Van en un vuelo, desde el aeropuerto de Los Angeles
al
de San Francisco, los dos borrachos y semitumbados
después de haber sorportado la vista del juicio,
su segunda bancarrota en siete años.
¿Y quién sabe lo que se dijo, si se dijo algo,
en el avión, o quién lo dijo?
Podría tratarse únicamente de una acumulación
de los sucesos del día, o de años y años
de fracaso y corrupción lo que disparó la violencia.
Antes, dados la vuelta, crucificados y considerados
muertos, habían quedado igual que la
basura delante de la terminal. Pero
una vez dentro encontraron sus pertenencias,
se refugiaron en el bar del aeropuerto donde bebieron
sin parar dobles bajo un banderín que decía ¡Vamos Dodgers!
Estaban en curda, como de costumbre, cuando se sujetaron
los cinturones de sus asientos y, como siempre, dispuestos
a asumir que era la condición humana universal, esta batalla
entablada continuamente con fuerzas más allá de todo cálculo
fuerzas que superan la comprensión de los humanos.
Pero ella está trastornada. No lo puede soportar más
y pronto, sin una palabra, se vuelve
en su asiento y le da codazos. Le da puñetazos sin parar,
y él no hace nada. En el fondo sabe que lo merece
—lo que ella quiera hacerle— que merece
que le peguen por algo, que hay buenas
razones. Y todo este tiempo le sacude en la cabeza,
que se zarandea de un lado a otro, mientras los puños
de ella caen sobre sus orejas, sus labios, su barbilla, protege
su whisky. Se aferra al vaso de plástico como si, sí,
se tratara de un tesoro largo tiempo buscado que tiene
allí en la bandeja de delante.
Ella sigue así hasta que a él le empieza a sangrar la nariz,
y entonces la ruega que pare. Por favor, querida,
por el amor de Dios, basta. Es como si su súplica
llegara a la mujer igual que una débil señal de otra
galaxia, una estrella moribunda, pues eso es lo que es,
una señal codificada de otro tiempo y espacio
que pincha su cerebro, recordándole algo
tan perdido que se ha ido para siempre. En todo caso,
ella deja de pegarle, y vuelve a su copa. ¿Por qué para?
¿Acaso recuerda los años de vacas gordas
que precedieron a los de las flacas? Todas las historias
que han compartido, se unen unas a otras, ¿los dos
solos contra el mundo? Imposible. Si de verdad
recordara todo eso y los años hubieran caído
de golpe en su regazo
ella le habría matado allí mismo.
Puede que tenga los brazos cansados, y por eso pare.
Digamos entonces que está cansada. Por eso para. Toma
su vaso igual que si no hubiera pasado nada
aunque ha pasado, claro, y a él le duele la cabeza
y le da vueltas. Ella vuelve a su whisky
sin decir una palabra, ni siquiera las usuales
«cabrón» o «hijo de puta». Callada como una muerta.
Él está en silencio como un miserable. Levanta su vaso
con la servilleta bajo la nariz para contener la sangre
y vuelve lentamente la cabeza para mirar fuera.
Allá muy abajo, las lucecitas continuas de casas
suben y bajan por un valle de la costa. Allí
abajo es la hora de cenar. La gente se sienta a
mesas puestas, dan las gracias,
manos juntas bajo techos tan sólidos
que nunca volarán de sus casas—casas donde,
imagina él, viven personas honradas que comen, rezan
y cooperan unas con otras. Personas que, si se levantaran
de la mesa y miraran por las ventanas
del comedor, verían una luna llena de setiembre y
justo debajo, como un insecto con luz, el apagado resplandor
de un reactor. Se esfuerza para mirar más allá
del ala, hacia la miriada de luces
de la ciudad que se acercan rápidamente,
el sitio donde los dos viven con otros parecidos a ellos,
el sitio al que llaman su casa.
Pasea la vista por el avión. Hay más personas,
eso es todo. Personas como ellos mismos
en cierto modo, personas no completamente distintas
a ellos mismos —pelo, orejas, ojos, nariz, hombros,
genitales— Dios mío, hasta la ropa que llevan
es parecida, y está ese cinturón
que les sujeta por la cintura. Pero sabe que él y ella
no son como los demás, aunque le gustaría ser,
y a ella también le gustaría serlo.
La sangre empapa la servilleta. La cabeza llama y llama
pero no puede contestar. ¿Y qué diría si pudiera?
Lo siento ya no están aquí. Se marcharon,
hace años. Desgarran
el tenue aire nocturno sujetos por el cinturón, un marido
que sangra y su mujer, los dos tan quietos y pálidos que
podrían estar muertos. Pero no lo están, y eso es parte del
milagro. Todo esto es un paso de gigante más
en la misteriosa experiencia de su vida.
¿Quién podría haber previsto algo de esto años atrás
cuando, sujetando el cuchillo, hicieron
el primer corte profundo en la tarta de la boda?
Y luego el siguiente. ¿Quién lo habría escuchado?
Cualquiera que trajera semejantes noticias del futuro
habría sido echado a latigazos de la puerta.
El avión baja, luego se ladea bruscamente. Él le toca
el brazo. Ella le deja. Incluso le coge la mano.
Estaban hechos el uno para el otro, ¿o no? Es el destino.
Sobrevivirán. Aterrizarán y seguirán
juntos, alejándose de este terrible problema
simplemente lo tienen, deben tenerlo.
Sin embargo hay muchas cosas esperándoles, demasiadas
sorpresas desagradables, y pocas exquisitas. Y ahora
tienen que ocuparse de la sangre
de su cuello, de la mancha oscura
que destaca en el puño de la blusa de la mujer.
después de haber sorportado la vista del juicio,
su segunda bancarrota en siete años.
¿Y quién sabe lo que se dijo, si se dijo algo,
en el avión, o quién lo dijo?
Podría tratarse únicamente de una acumulación
de los sucesos del día, o de años y años
de fracaso y corrupción lo que disparó la violencia.
Antes, dados la vuelta, crucificados y considerados
muertos, habían quedado igual que la
basura delante de la terminal. Pero
una vez dentro encontraron sus pertenencias,
se refugiaron en el bar del aeropuerto donde bebieron
sin parar dobles bajo un banderín que decía ¡Vamos Dodgers!
Estaban en curda, como de costumbre, cuando se sujetaron
los cinturones de sus asientos y, como siempre, dispuestos
a asumir que era la condición humana universal, esta batalla
entablada continuamente con fuerzas más allá de todo cálculo
fuerzas que superan la comprensión de los humanos.
Pero ella está trastornada. No lo puede soportar más
y pronto, sin una palabra, se vuelve
en su asiento y le da codazos. Le da puñetazos sin parar,
y él no hace nada. En el fondo sabe que lo merece
—lo que ella quiera hacerle— que merece
que le peguen por algo, que hay buenas
razones. Y todo este tiempo le sacude en la cabeza,
que se zarandea de un lado a otro, mientras los puños
de ella caen sobre sus orejas, sus labios, su barbilla, protege
su whisky. Se aferra al vaso de plástico como si, sí,
se tratara de un tesoro largo tiempo buscado que tiene
allí en la bandeja de delante.
Ella sigue así hasta que a él le empieza a sangrar la nariz,
y entonces la ruega que pare. Por favor, querida,
por el amor de Dios, basta. Es como si su súplica
llegara a la mujer igual que una débil señal de otra
galaxia, una estrella moribunda, pues eso es lo que es,
una señal codificada de otro tiempo y espacio
que pincha su cerebro, recordándole algo
tan perdido que se ha ido para siempre. En todo caso,
ella deja de pegarle, y vuelve a su copa. ¿Por qué para?
¿Acaso recuerda los años de vacas gordas
que precedieron a los de las flacas? Todas las historias
que han compartido, se unen unas a otras, ¿los dos
solos contra el mundo? Imposible. Si de verdad
recordara todo eso y los años hubieran caído
de golpe en su regazo
ella le habría matado allí mismo.
Puede que tenga los brazos cansados, y por eso pare.
Digamos entonces que está cansada. Por eso para. Toma
su vaso igual que si no hubiera pasado nada
aunque ha pasado, claro, y a él le duele la cabeza
y le da vueltas. Ella vuelve a su whisky
sin decir una palabra, ni siquiera las usuales
«cabrón» o «hijo de puta». Callada como una muerta.
Él está en silencio como un miserable. Levanta su vaso
con la servilleta bajo la nariz para contener la sangre
y vuelve lentamente la cabeza para mirar fuera.
Allá muy abajo, las lucecitas continuas de casas
suben y bajan por un valle de la costa. Allí
abajo es la hora de cenar. La gente se sienta a
mesas puestas, dan las gracias,
manos juntas bajo techos tan sólidos
que nunca volarán de sus casas—casas donde,
imagina él, viven personas honradas que comen, rezan
y cooperan unas con otras. Personas que, si se levantaran
de la mesa y miraran por las ventanas
del comedor, verían una luna llena de setiembre y
justo debajo, como un insecto con luz, el apagado resplandor
de un reactor. Se esfuerza para mirar más allá
del ala, hacia la miriada de luces
de la ciudad que se acercan rápidamente,
el sitio donde los dos viven con otros parecidos a ellos,
el sitio al que llaman su casa.
Pasea la vista por el avión. Hay más personas,
eso es todo. Personas como ellos mismos
en cierto modo, personas no completamente distintas
a ellos mismos —pelo, orejas, ojos, nariz, hombros,
genitales— Dios mío, hasta la ropa que llevan
es parecida, y está ese cinturón
que les sujeta por la cintura. Pero sabe que él y ella
no son como los demás, aunque le gustaría ser,
y a ella también le gustaría serlo.
La sangre empapa la servilleta. La cabeza llama y llama
pero no puede contestar. ¿Y qué diría si pudiera?
Lo siento ya no están aquí. Se marcharon,
hace años. Desgarran
el tenue aire nocturno sujetos por el cinturón, un marido
que sangra y su mujer, los dos tan quietos y pálidos que
podrían estar muertos. Pero no lo están, y eso es parte del
milagro. Todo esto es un paso de gigante más
en la misteriosa experiencia de su vida.
¿Quién podría haber previsto algo de esto años atrás
cuando, sujetando el cuchillo, hicieron
el primer corte profundo en la tarta de la boda?
Y luego el siguiente. ¿Quién lo habría escuchado?
Cualquiera que trajera semejantes noticias del futuro
habría sido echado a latigazos de la puerta.
El avión baja, luego se ladea bruscamente. Él le toca
el brazo. Ella le deja. Incluso le coge la mano.
Estaban hechos el uno para el otro, ¿o no? Es el destino.
Sobrevivirán. Aterrizarán y seguirán
juntos, alejándose de este terrible problema
simplemente lo tienen, deben tenerlo.
Sin embargo hay muchas cosas esperándoles, demasiadas
sorpresas desagradables, y pocas exquisitas. Y ahora
tienen que ocuparse de la sangre
de su cuello, de la mancha oscura
que destaca en el puño de la blusa de la mujer.
"Un sendero nuevo a la cascada: últimos
poemas" (1989)
"La pena inevitable del ave"