Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y
ante la evocación de esta figura de entre los muertos: un muchacho que
trabajaba en el gas. Mientras él había estado lleno de recuerdos de su vida
secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo comparaba mentalmente con
el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una figura
ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y bienintencionado
sentimental, alardeando de orador con los humildes, idealizando hasta su
visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentáneamente en el
espejo. Instintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver
la vergüenza que le quemaba el rostro.
Trató de
mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era
indiferente y humilde.
-Supongo que
estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta -dijo.
-Me sentía muy
bien con él entonces -dijo ella.
Su voz sonaba
velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de llevarla
más lejos de lo que se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también
triste:
-¿Y de qué murió
tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
-Creo que murió
por mí -respondió ella.
Un terror vago
se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en que confiaba
triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él, reuniendo
las fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sacudió libre con
un esfuerzo de su raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano. No la
interrogó más porque sentía que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano
estaba húmeda y cálida: no respondía a su caricia, pero él continuaba
acariciándola tal como había acariciado su primera carta aquella mañana de
primavera.
-Era en invierno
-dijo ella-, como al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi abuela
para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje de
Galway y no lo dejaban salir y ya le habían escrito a su gente en Oughterard.
Estaba decaído, decían, o cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una pausa
para suspirar.
-El pobre
-dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan gentil. Salíamos a caminar, tú sabes,
Gabriel, como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por
su salud. Tenía muy buena voz, el pobre
Michael Furey.
-Bien, ¿y
entonces? -preguntó Gabriel.
-Y entonces,
cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento, él estaba
mucho peor y no me dejaban ni ir a verlo, por lo que le escribí una carta
diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el verano y que esperaba que
estuviera mejor para entonces.
Hizo una pausa
para controlar su voz y luego siguió: -Entonces, la noche antes de irme, yo
estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas,
cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que
no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí
estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le
dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que
regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me
dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba
parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue?
-preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y
cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo enterraron
en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había
muerto!
Se detuvo,
ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emoción, se tiró en la cama bocabajo,
a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber
qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente
y se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía
profundamente.
Gabriel, apoyado
en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca
entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor
así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora
pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró
mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos
curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo
habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una
extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí
mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que
Michael Furey desafió la muerte.
Quizás ella no
le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella
había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso.
Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía
recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás.
¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino
y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el
pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia!
Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan
y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras
cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma
sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las
cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz
mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza
algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles
y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
El aire del
cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó
al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor
pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido
funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había
evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día
que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas
generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna
mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las
lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una
figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas
próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los
muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues
presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el
sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía
consumiéndose.
Leves toques en el
vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio
cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había
llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo
cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie
central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al
oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así,
en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto.
Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las
lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la
duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve,
como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
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