lunes, 4 de julio de 2022

"Espantapájaros" (8) - Oliverio Girondo (1932)

Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso!
¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto—todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

domingo, 3 de julio de 2022

"Retrato del artista adolescente" (fragmento) - James Joyce (1916)

La dulce belleza de la palabra latina rozó la obscuridad de la noche con un roce más tenue y más persuasivo que el de la música o el de una mano de mujer. Y las almas de ambos quedaron aquietadas. A través de la obscuridad pasaba silenciosamente la figura de una mujer tal como aparece en la liturgia de la Iglesia: vestida de blanco, débil y esbelta como un muchacho, el ceñidor amplio y caído. Desde un coro distante llegaba su voz, frágil y de timbre agudo como la de un niño: primeras palabras de mujer que atraviesan por entre el misterio y el clamor de la pasión del Domingo de Ramos.
Et tu cum Jesu Galilaeo eras.
Y todos los corazones se sentían conmovidos y se volvían hacia aquella voz radiante como una estrella nueva, como una estrella que brillara con más claros resplandores hacia la mitad de las palabras, y más débilmente al expirar de la cadencia.
La canción cesó. Siguieron adelante mientras Cranly repetía el fin del estribillo haciendo resaltar el ritmo fuertemente:

Y cuando nos casemos,
¡oh, qué feliz la vida así!
Que amo a la dulce Rosie O'Grady
y Rosie O'Grady me ama a mí.

Eso sí que es verdadera poesía —dijo—. Eso sí que es verdadero amor.
Miró de lado a Stephen con una extraña sonrisa y añadió:
¿Crees que eso es poesía? ¿Comprendes el sentido de las palabras?
Lo que quiero es encontrar a Rosie primero —contestó Stephen.
Es fácil de encontrar —dijo Cranly.
El sombrero se le había calado hasta la frente. Se lo echó hacia atrás y bajo la sombra de los árboles pudo Stephen ver la frente pálida y encuadrada en la obscuridad de Cranly, y sus grandes y profundos ojos. Sí. Su rostro era hermoso, y su cuerpo fuerte y recio. Había estado hablando del amor maternal. Podía por tanto comprender los sufrimientos de las mujeres, la debilidad de sus cuerpos y de sus almas. Y sabría defenderlas con brazo fuerte y resuelto, e inclinar ante ellas su espíritu.
¡Partir, pues! ¡Era tiempo de partir! Una voz estaba aconsejando en voz baja al solitario corazón de Stephen, invitándole a partir y anunciándole que aquella amistad estaba tocando a su término. Sí: se iría. No podía luchar contra otro. Sabía bien cuál era su papel.
Probablemente -me iré —dijo.
¿A dónde? —preguntó Cranly.
A donde pueda —contestó Stephen.
Sí —dijo Cranly—. Te podría resultar difícil el vivir aquí ahora. ¿Pero es esa la causa de que te vayas?
Tengo que irme —contestó Stephen.
Porque creo —continuó Cranly—, que si no sientes ganas de irte, no te debes considerar arrojado como un hereje o un proscrito. Hay muchos buenos creyentes que piensan como tú. ¿Qué, te sorprende? La Iglesia no es el edificio de piedra, ni los curas, ni sus dogmas. La Iglesia es la masa total de los que han -nacido dentro de ella. No sé qué es lo que pretendes hacer en esta vida. ¿Es lo que me dijiste aquella noche que estábamos al lado de la estación de Harcourt Street?
Sí —contestó Stephen sonriendo a pesar suyo, ante aquella manía de Cranly de recordar ideas asociándolas siempre a sitios—. Sí: aquella noche en que perdiste media hora discutiendo con Doherty acerca del camino más corto para ir de Sallygap a Larras.
¡El muy alma de cántaro! ¿Qué sabe él del camino de Sallygap a Larras? O, mejor: ¿qué idea puede tener él de todo eso con aquella cochina bacinilla que Dios le ha dado por cabeza?
Se echó a reír sonora y ampliamente.
Bien —dijo Stephen—. ¿Te acuerdas de lo demás?
¿De lo que me dijiste? —preguntó Cranly—. Sí, me acuerdo. Descubrir una manera de vida o de arte, en la cual tu alma pudiera expresarse a sí misma con ilimitada libertad.
Stephen se quitó el sombrero en señal de asentimiento.
¡Libertad! —repitió Cranly—. Y sin embargo, no eres bastante libre para cometer un sacrilegio. Dime: ¿serías capaz de robar?
Primero pediría —contestó Stephen.
Y si no te dieran nada, ¿robarías? —Lo que pretendes —respondió Stephen— es que diga que los derechos de propiedad son provisionales y que en ciertas circunstancias no es ilegal el robar. Todo el mundo obraría en conformidad con esta creencia. He aquí la razón por la que no te he de contestar de ese modo. Pregúntale al teólogo jesuita Juan de Mariana, natural de Talavera, el cual te explicará en qué circunstancias te es lícito matar a tu rey y si es preferible el darle un bebedizo o untarle el veneno en el traje o en la silla de montar. Pregúntame a mí más bien si toleraría el que otros me robaran o si, dado que lo hicieran, sería capaz de exigir para ellos eso que según creo se llama el castigo del brazo secular. —¿Y serías capaz?
Creo —dijo Stephen— que ello me produciría tanto dolor como el ser robado.
¡Ya!… —dijo Cranly. Sacó su cerilla y se puso a limpiarse la juntura de dos dientes. Después, como sin darle importancia, dijo:
Dime, por ejemplo: ¿serías capaz de desflorar a una virgen?
Perdona —dijo cortésmente Stephen—, pero, ¿no es eso lo que constituye la ambición de la mayor parte de los hijos de familia?
¿Cuál es entonces tu punto de vista? —preguntó Cranly.
Esta última frase excitó el cerebro de Stephen: la sentía gravitar sobre su espíritu como una nube de humo de un olor acre y deprimente.
Mira, Cranly —dijo—. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.
Cranly le cogió por el brazo y le hizo girar tal como para hacerle volver hacia Leeson Park. Se echó a reír casi disimuladamente y oprimió el brazo de Stephen con un cariño de mayor en edad.
¡Astucia! —dijo—. Pero, ¿eres el mismo? ¿Tú, pobre poeta, tú?
Y tú has sido quien me lo ha hecho confesar —dijo conmovido por aquel contacto Stephen—, lo mismo que te he confesado tantas otras cosas, ¿no es cierto?
Sí, hijito —contestó Cranly, riéndose aún.
Me has hecho confesar los miedos que siento. Pero te voy a decir ahora cuáles son las cosas que no me dan miedo. No me da miedo de estar solo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abandonar lo que tenga que abandonar, sea lo que sea. No me da miedo el cometer un error, aunque sea un error de importancia, un error de por vida, tan largo tal vez como la misma eternidad.
Cranly, serio de nuevo, retardó el paso y dijo:
Solo, completamente solo. No te da miedo de eso. Pero, ¿sabes lo que esa palabra quiere decir? No solamente el estar separado de todos los demás, sino más aún, el no tener ni siquiera un amigo.
Correré el riesgo —afirmó Stephen.
Y no tener ni aun aquel ser querido —dijo Cranly— que es para el hombre más que un amigo, más que el amigo más noble y fiel que en el mundo pueda existir.
Al hablar, parecía como si sus palabras estuviesen hiriendo alguna profunda cuerda de su propia alma. ¿Había hablado de sí mismo, de sí mismo tal como era o tal como deseaba ser? Stephen observó por algunos instantes el rostro de su amigo. Había una fría tristeza en aquel rostro. Había hablado de sí mismo; era el temor de su propia soledad.
¿De quién estás hablando? —preguntó por fin Stephen. 
Cranly no contestó.

viernes, 1 de julio de 2022

Si callé es porque preferí el silencio

Sobré silencio.
Callé tanto tiempo
que el olvido se adueñó de mi mente
y de mi memoria,
en parte.
Aprendí el idioma celeste
a ver si me acercaba al menos una centésima de decimal
a tu lengua de pájaro nuevo,
a tus palabras de pleamar sin cerrazón.
Sabiendo que no se borra la sed con agua,
insistí en el naufragio
y celebré la hinchazón de mis pulmones
con la fragilidad de la lluvia.
Anotaba, descoyuntado,
cuanta palabra caía a mi alcance
- o vocales violetas, como ánima Omega -
para coserlas a un aroma de nacimiento desconsolado,
conjurar una ventana abierta de par en par al bautismo del viento,
forjar el verbo a martillazos de ola insistente

malear complicidad de sangre con aureola de almanaque.