Nadie recuerda
largas playas dormidas
donde se evita el tormento
del abrazo metálico urbano.
Ni las siluetas
elevadas por el canto
del grito del amanecer
hasta el cielo del pecado.
Ni el pasado que fuera
desconfiado, móvil, lúgubre,
y que ya no desprecia
el arte de soñar.

